domingo, 15 de marzo de 2015

MI PRIMER DÍA EN EL JARDÍN DE NIÑOS (CUENTO)


Tengo sólo dos recuerdos claros de mamá. Uno de ellos es sobre mi primer día en el jardín de niños. La emoción de ingresar a un mundo nuevo. El miedo, a decir verdad. El terror, para ser exactos. Una foto en mi mesa de noche no me deja olvidarlo. Arrodillada ante mí, mamá me acomodaba el cuello blanco de una camisa rosada con la que me había vestido aquél día. Cómo detestaba esa camisa. «No me gusta mamá», le decía sin que ella dejara de doblar sus suaves dedos sobre mis hombros. Apreté la nariz en señal de protesta como un conejo, pero nada.  Su atención estaba herméticamente enfrascada en el mandil blanco, la lonchera, las zapatillas rojas, y por supuesto, en la tonta camisa rosada. Por ratos me distraía en su vestido. Su vestido morado. Mamá llevaba puesto tanto un collar como aretes de perlas, el cabello suelto y ondulado, y una cartera de la misma tonalidad que los zapatos de taco alto: se veía hermosa.
-          ¡Mamá!, no me gusta.
-          Espera amor, por favor no te muevas.
-           Pero mamá… - chillé sin disimular mi consternación. Me aterraba el sólo hecho de estar ahí y peor sin ella, me moriría –. No quiero estar aquí.
-          Corazón…
-          Vamos a la casa.  – dije con ojos de vidrio.
-          Espera a ver…Ya está.- sonrió con ternura al verme impecable, con todos esos detalles en el vestir que para las mujeres son sinónimo de perfección-. ¿Qué pasa amor?.
Callé intentando encubrir lo turbado que estaba. El aire se contuvo en mi pecho para aguantar el llanto. Como cuando sientes ganas de llorar pero sabes que no debes, amarras con fuerza el nudo en tu garganta para evitar quebrarte, pero basta sólo que alguien te pregunte: «¿Qué pasó?. ¿estás bien?»,  y de pronto, el nudo se suelta y toda esa bruma emocional se exterioriza, explota y cae como una imponente avalancha. Las lágrimas resbalan en tus pupilas porque no pudiste más. Y claro, yo tampoco pude. 

-          Corazón.-  me dijo con la dulzura que sólo las madres saben tener-.  No estés triste hijito, todo va a estar bien. Mira mamá va a estar contigo ¿ya?.
Cuando alcé la mirada sus ojos color esmeralda terminaron en persuadirme. Siempre supo cómo persuadirme.
-          Vamos Esteban. Sonríe para mamá ¿si?. Te tomo una foto, ¿qué dices?.
Mamá secó mis lágrimas, retrocedió unos pasos y congeló aquella imagen en el tiempo. Las fotos y su ambivalencia, su esoterismo. En ciertas ocasiones suelen plasmar un júbilo desbordante, pero en otras, pueden constituir la evidencia más diáfana de la hipocresía, de la melancolía silenciosa de un rostro que calla, pero que no miente.

Un carrusel interminable de autos, padres y niños desfilaban en las afueras del jardín. El portón grande, las paredes blancas, el portero sonriente. Mamá tomaba de mi mano guiándome entre un pasadizo oscuro. Sentado en una banca larga de madera, un niño clavaba sus ojos en el suelo ante la reacción absorta de su madre. «¿Qué pasa hijo?». «Mateo, ¿estás bien?». Caminábamos con determinación ante las sigilosas miradas de Mickey Mouse, Pato Donald, y Pluto. En las paredes,  una fila de estrellas nos seguían sonriendo con sarcasmo. Era tenebroso. ¿Desde cuándo las estrellas sonreían con malicia?, o lo que es peor, ¿desde cuándo las estrellas tenían boca?. Podía sentir sus risas en la nuca, resonaban en mis oídos como susurros violentos. Mi respiración era cada vez más entrecortada. El final de aquel túnel estaba a tan sólo unos metros, pero no alcanzaba verlo. La mano de mamá casi resbalaba por el sudor. De pronto: la luz.

-          Señor disculpe, ¿cuatro añitos?.
-          Por allá señora, el aula de la derecha.
Ingresamos a una habitación de paredes celestes. Tres mesas largas se juntaban formando una u. En cada una había una caja de crayolas: verdes, rojas, amarillas, marrones, moradas y azules. Muchos niños alrededor. Al frente, dos rectángulos de madera verde graficaban lo que parecía ser un animal de patas largas pintarrajeadas con tiza. Una mujer de cara redonda y cabello negro terminaba charlar con una pareja. La pareja sonreía condescendiente, yéndose del lugar entre risas y clichés de cortesía. Mamá la abordó.
-          Buenos días, ¿señorita Nancy?.
-          Así es, buenos días.
-          Si, cuánto gusto. Soy la señora Rosell.
-          ¿Señora Sara?. A sí claro, claro. Mucho gusto.
-          ¿Esta es el aula de cuatro añitos?
-          Así es. Ya estamos casi listos para empezar.
-          Qué bueno.
-          Y tú debes ser el pequeño Esteban.- dijo poniéndose en cuclillas-. ¿Cómo estás?.
Me escondí entre las piernas de mamá.
-          Está algo tímido hoy.- explicó mamá llevándome hacia el frente-. Vamos amor, saluda a la señorita.
-          Hola Esteban.- me dijo aún agachada, sus ojos eran exactamente idénticos a los de mamá.
-          Hola – dije.
-          Vaya pero si se parece bastante a usted. Hasta su color de ojos tiene.
-          Hasta nuestro color de ojos. – bromea mamá.
-          Si bueno -sonríe-,  eso es gracias a mi madre también.
Un silencio sugestivo. Era el momento de partir. Mi primer día en el jardín de niños estaba por empezar.
-          Bueno.- suspiró -. Amor, vas a quedarte aquí con la señorita Nancy ¿ok?. Yo regreso en un ratito. Te portas bien, ¿si?.
Sentí el desliz sudoroso de sus manos soltándome. El abandono. La jungla de tonos primarios. El delirio.
Luego, alguien toma mi mano. Son los mismos ojos. Es casi, el mismo aire.
«¿Te gustan las Tortugas Ninjas, no?»,  silbó Nancy al observar la desaforada lucha que contendían Leonardo, Donatello, Rafael y Miguel Ángel contra Destructor en la tapa de mi lonchera. «Ven vamos, quiero que conozcas a alguien». 
Vista panorámica: mandiles blancos,  rompecabezas ordenados como torres, carritos de madera en plena exhibición sobre unos anaqueles inalcanzables. Nos acercamos a una de las mesas. Un niño de rostro rectangular y ojos mesurados dibuja con los crayones. Tenía una camiseta roja debajo del mandil. Sostenía un crayón verde dando pinceladas magistrales. La burbuja del niño. La concentración del artista. Los códigos de un mundo que sólo son conocidos por los de preocupaciones postergadas, por aquellos cuya felicidad se encuentra en las cosas más cotidianas de la vida, donde la llave a la escala máxima de la dicha está en el rebotar de un balón, en el sedoso cabello de una muñeca, en la miel de un helado de fresa.  La señorita Nancy le habla. El niño sale de su mundo. La burbuja se revienta. El diálogo cesa y el niño sonríe.
-          Esteban, quiero que conozcas a Rafita. A él también le gusta las Tortugas Ninja. ¿No es así, Rafo?.  
El niño asintió sonriente. De pronto, el aire se hizo menos denso. Me sentí seguro.
-         Ven Esteban, siéntate aquí junto a él, y dibuja algo que te guste, porque al final de la clase vamos a premiar al dibujo más bonito, ¿si?.- animó la señorita Nancy.

Me senté a lado de mi nuevo amigo y dibujamos durante un rato. El tema era obvio: las Tortugas Ninja. Su favorito era Leonardo: «Es que él es el líder», me dijo sin titubear. Cruzamos algunas palabras. Me dijo que a él tampoco le gustaba estar ahí pero como lo dejaban dibujar podía estar tranquilo. En medio de esa penuria Rafita y yo formamos una alianza secreta. Era mi aliado, mi compañero, mi escudero en aquél campo de batalla. Sin embargo, nada parecía turbar su concentración mientras dibujaba. Demostraba una habilidad inusual para alguien de su edad. Su cabello flotaba sobre sus parpados aterrizando sobre una nariz llena de pecas. Rafita movía sus manos de arriba abajo, soltaba el crayón y presionaba con sus delgados dedos partes estratégicas de su dibujo para darle una textura y tonalidad diferente. Cada movimiento calculado, memorizado, predeterminado por la naturaleza de un artista nato.
Siempre me maravilló la forma de como algunas personas son simplemente perfectas para hacer determinadas cosas. Puede ser el destino, su código genético, la naturaleza o hasta justicia divina, pero ahí están: talento puro. Es como si hubieran nacido para eso. Einstein, Borges, Maradona, Jimi Hendrix, y en ese instante fugaz el pequeño Rafita demostraba que en sus venas corría la sangre de alguien que había venido a este mundo para destacar, que en la constelación de sus ojos brillaba una estrella que lo diferenciaría del resto, una estrella que lo acompañaría siempre. ¿Yo tenía esa estrella?.
La señorita Nancy se puso de pie en frente de todos los niños. Se presentó hablándonos de manera afable. Al hablar, acentuaba las vocales moviendo sus labios como la boca de un pez. Luego, caminó recorriendo el salón a  pasos lentos. «Vamos a aprender cosas muy buenas», repetía martilleando su dedo índice. Después de su breve discurso dijo: «Bueno niños, ahora vamos a presentarnos, quiero que cada uno de ustedes diga su nombre». Se fue por un costado y se acercó a alguien. Era una niña. Una niña bonita. «¿Cómo te llamas mi amor?», le dijo. Ella sonríe y con una expresión angelical y graciosa responde: «Valentina». Al pronunciarlo cerró los ojos elevando ligeramente sus hombros con gracia. La ternura de la arrogancia. Las formas de un gato rabioso. La niña volteó la mirada de fuego en señal de rechazo. La señorita Nancy siguió. Todos dijeron su nombre.
-          Muy bien, ya que ahora todos nos conocemos, quiero presentarles a alguien muy especial.
En ese momento, una mujer alta, morena y con peinado estilo afro ingresa cargando un stereo. Era Miss Maggi, la maestra de inglés. Miss Maggi conjugaba sus lecciones con pintorescas canciones para niños, las cuales acompañaba con unos quebradizos movimientos de cadera. Vestía una blusa verde y unos jeans que delineaban casi a la perfección sus contorneadas piernas. Nos saludó abiertamente y sin más preámbulo inició su clase. Encendió el stereo, cogió unos carteles blancos con figuras de colores y empezó a cantar al ritmo de la música. Por un momento parecía distraer mi temor, adormecerlo con su hipnotizador perfume. «Rojo es red. Azul es blue», nos decía cantando y moviendo sus carnosos labios pintados con un fuerte labial rojo. Todos los niños repetían al unísono como animales amaestrados. Volteé a observarlos. Hasta Rafita parecía entusiasmado, quién al mirarme elevó los hombros mientras pronunciaba como un perico aquel idioma extraño. Casi sin darme cuenta, luego de un momento, también yo repetía como un perico ese idioma extraño. Empecé a sentirme mejor. Miss Maggi levantaba las manos, y todos enseguida la imitábamos. Un aire de aparente sosiego se deslizaba en el ambiente, ya no estaba preocupado, más por el contrario parecía casi disfrutarlo. Luego de un rato sonó una campana. «Vayan al patio niños es hora del recreo».
Todos los niños salieron disparados del aula. El piso amplio de losetas rojas nos recibía brillando por el primer día. En un costado, una fila de balones de fútbol, voleyball y basketball esperaban listos para ser usados. Eran nuevos y de un plástico suave pues aún éramos muy pequeños para usar balones de cuero. Muchos se acercaron entusiasmados, y uno a uno fueron siendo llevados hacia distintos lugares del patio. Algunos prefirieron jugar en los columpios, otros  en el cuadrado de arena, pero los favoritos sin lugar a dudas fueron los jeeps de guerra. Eran unos autos miniatura que para avanzar uno tenía pedalear con fuerza y hacerse camino entre los manglares de la selva amazónica. La señorita Nancy y Miss Maggi tenían que separar a los furiosos niños que se peleaban por jugar en ellos.
El sol había salido inesperadamente cálido esa mañana, un aire fresco hacía resonar el movimiento de las hojas y uno que otro pajarillo silbaba entre las tejas de los techos. Era un buen día para correr, saltar y sonreír. Pese a ello, Rafita y yo nos quedamos sentados en una banca de madera color verde en  las afueras del aula. El dibujaba y yo miraba el suelo. Recuerdo que en aquel momento lo único que tenía en mente era a mamá. Me preguntaba qué estaría haciendo, si estaba pensando en mí, en porqué me había abandonado en este lugar tan enigmático y aterrador. Sus motivaciones no me resultaban de lo más claras, y no fue sino hasta un año después, al verla postrada y convaleciente, que todas las ausencias, llantos silenciosos y frascos en el buró, tuvieron un justificativo más que evidente: el cáncer vino sin avisar, y se la llevó lo más rápido que pudo.   
De pronto, tuve unos deseos urgentes de ir al baño. Mi vejiga estaba por reventar, así que me puse en pie y con la mirada absorta busqué de un lado a otro dónde podría estar el más cercano. Lo encontré. Al costado izquierdo del patio.  Apresuré los pasos  hasta una puerta en la que se podía ver a un Popeye El Marino extasiado, sentado en un inodoro celeste (al costado también estaba Olivia en uno de color rosado), pero justo cuando bordeaba el umbral, un niño seboso y gordiflón me aparta de un tirón. Caigo intempestivamente. Al parecer no era el único del problema, pues tan sólo unos segundos después, pude escuchar sus estridentes gemidos satisfactorios. No importó. No iba a darme por vencido, tenía que achicar la bomba sí o sí. Por fortuna, mamá me había adiestrado muy bien en el arte de miccionar. Ya para aquél entonces, dominaba el pequeño colgajito con una destreza admirable. Era todo un samurái. Lo sujetaba con seguridad, separaba bien las piernas, y liberaba chorritos graduales en un  bacín, inodoro o lo que fuere, dependiendo de la urgencia.  Quizá el único problema radicaba, en que dada la premura de las circunstancias, la mayoría de veces en lugar de abrir sólo la  bragueta para extraer de ahí al diminuto compañero, bajaba totalmente los pantalones hasta las pantorrillas, exponiendo las inocentes nalgas que heredé por genética. Solía ser  hilarante. En cierta manera, esto me hizo popular con las niñas por algún tiempo.
Cuando disponía pararme, las dos maestras se acercaron. Hablaban sin cesar, demostrando gran preocupación por mi estado. Los ojos de Miss Maggi se abrían y cerraban como cortinas, mientras la señorita Nancy  oscultaba entre las ropas esperando alguna lesión.
-          Está bien, está bien Nancy, don´t worry ¿ok?.
-          Morena, mira bien aquí.
-          No es nada, a simple scratch, it´s nothing.
-          Es que tú no entiendes, una denuncia más y este negocio se va al hoyo.
-          Nadie sabe acerca de los demás casos, todo estará bien.
-          ¿Tú crees?
Sus palabras distrajeron la atención del cometido. La campana suena y cual ritual memorizado por la costumbre, todos vuelven al aula. Siento la incorporación. Ambas maestras van por una misma dirección. Dirijo los pasos hacia toda esa bruma otra vez. Parezco olvidar las ansías, más aun ahora cuando al ingresar al aula, el ambiente había cambiado en su totalidad.
Ahora todas las sillas estaban pegadas a la pared, las mesas repletas de bocadillos y globos multicolor adornaban el paisaje pintoresco. Los niños entran jubilosos, rodean una inmensa torta de cumpleaños sobre la cual se ve unas letras delineadas que recitan: “Feliz día Valentina”. Al voltear, observo a un payaso y dos dalinas haciendo su ingreso a la celebración. Aquél llevaba puesto una peluca verde fosforescente,  unos pantalones estrambóticos y con gestos histriónicos invitaba a la concurrencia a formar un círculo mientras esperaban a la agasajada. Nunca me gustaron los payasos. Ciertamente, me causaban pavor. El sólo hecho de ver sus rostros demoniacos, o escuchar el tono monocorde de su voz, hacía que los cabellos se me pongan de punta y era víctima de una nerviosa calamidad. Por supuesto, aquella vez no fue la excepción, pues preso del pánico procuraba agazaparme entre la muchedumbre para evitar ser visto por ese mercenario bufón, pero no se pudo.
De un momento a otro la música empieza a sonar. Es un merengue. Un merengue dulce y empalagoso. Los tambores resuenan, las trompetas silban y las congas explotan. «Watanegui consup…Yupi pa ti Yupi pa mi». Es la Banda Blanca y su Sopa de Caracol. La algarabía se enciende, la concurrencia aplaude en una danza de sonrisas desbordantes. En medio del círculo, el payaso levanta los brazos extasiado sacudiendo las caderas al ritmo de la melodía. Sus movimientos zigzagueantes invitan a bailar, ha capturado la atención, ahora todos lo observan embelesados sin tomar atención en los alrededores, es mi oportunidad de escapar.
Marco distancia del resto. Busco con vehemencia algún refugio que me salve. Observando hacia los lados, bordeo las sillas en un intento de escabullirme asolapado.
Voy despacio, la ruta parece interminable y el tiempo eterno. Debo encontrarlo, debo escapar, estoy desesperado.
Por alguna razón que hubiera preferido olvidar, me aterraba la sensación de ser observado por ese endiablado payaso. Por ello, ser cauteloso era fundamental para escapar de sus truculentas miradas. De repente, casi sin creerlo, cuando la esperanza parecía desfallecer, una grieta se abre en el camino: el estante de madera. Me dirijo hacia el.
Pasaron algunos segundos y la cumpleañera hizo su ingreso. Valentina, el gato rabioso, era una princesa aquél día y para entrar en personaje, llevaba puesto un vestido rosa muy llamativo, guantes blancos y una corona de brillantes. Dando saltitos infantiles dio hasta el centro del salón. El público la ovaciona formando una ronda a su alrededor. Desde mi ángulo pude ver sus ojos de fuego ametrallando el entorno. Vaya futuro que le esperaba a la pequeña Valentina. Para desgracia de muchos, con el tiempo llegaría a ser aun más hermosa, más astuta,  y sobre todo más maliciosa. Pero por ahora, en medio de la gente, ella también empezaba a contornearse al ritmo de la Sopa de Caracol. El payaso no perdió chance y sin titubear se unió al baile, sin embargo, de un momento se detuvo: «Oigan caballeros, ¿quién quiere bailar con la cumpleañera?, al mejor bailarín la daremos un premio muy especial, caballero», silbo con su voz de pito.
Nadie reaccionó. Algo desconcertado insistió una vez más obteniendo idéntica respuesta. Mientras tanto, a paso lento pero seguro, casi lograba huir de toda esa desdicha. El estante de madera estaba tan sólo a un par de metros y ya alcanzaba bordearlo para esconderme seguro. El camino había sido sinuoso, pues al igual que en una carrera de obstáculos, tuve que lidiar con diversas trabas para llegar a donde estaba. No obstante, cuando apenas daba paso a una leve sensación de alivio, la debacle aconteció:
-          ¡A ver tú caballero! – dijo el condenado bufón -. Si tú, no te me escapes, ven aquí baila con la  hermosa Valentina.

Sentí un vuelvo en el corazón. Me quedé inmóvil. Un aire gélido atraviesa mi pecho clavándome los pies al piso. Estaba absorto, abrumado, desamparado. Debo confesar que aquél atrevimiento me cogió completamente desprevenido. Desorientado. La concurrencia saluda la iniciativa del payaso, y la acompaña con fervientes palmas que apenas logro escuchar. A partir de entonces, todo se volvió confuso para mí.
Recuerdo que en algún instante fui llevado hacia Valentina.  Recuerdo también no haber bailado ni siquiera un poco. Estaba mareado. No podía captar sonidos. Todo era más lento y silencioso. Por algún motivo sólo podía ver los movimientos vocales de los niños que me rodeaban. Sus risas burlonas, el escarnio de sus miradas, volcaron en mi semblante un nerviosismo implacable, el cual se evidenció con aquella humedad creciente y amarillenta que ahora chorreaba entre mis piernas. Para ese entonces, ya con los ojos llorosos, lo único que alcancé a descifrar claramente, fueron las palabras del aquél niño gordiflón que hacía un momento me había empujado en el patio del jardín: «¡Señorita Nancy!, ese niño se meó». Pero Nancy no volteó, no se acercó, ni siquiera se inmutó.
Baje la mirada en un llanto de desconsuelo. No sabía qué hacer o a dónde ir. Nadie podría salvarme ahora. Con los pantalones mojados y los ánimos deshechos, me sentí aun más pequeño de lo que era en ese momento.

Y entonces, algo insólito sucedió. Alguien me sujeta fuerte y me aferra a sus brazos. Alguien que atravesó toda esa gente para salvarme sin que yo pudiera notarlo. Alguien que supo estar en el lugar y tiempo exactos. Me desespero. Confundido trato de zafarme a lo que ella contesta: «Tranquilo corazón, es mamá….es mamá». Y era cierto, pues las esmeraldas en sus ojos lo confirmaron para mí.


1 comentario:

Anónimo dijo...

una historia muy tierna y nostálgica
me hizo recordar mi primer día de jardín