Esto no va a
funcionar. Simplemente lo sé, no va a funcionar. Eliminé por enésima vez un
documento de la computadora. Un seudo-intento de cuento, de relato corto, se
deslizaba hasta la bandeja de reciclaje confirmando mi falta de inspiración.
Era un jueves como
cualquiera en las oficinas del diario y a pesar de estar rodeado del perfecto
ambiente literario para dar rienda suelta a la imaginación, no surgía nada. Mi
desesperación llegaba casi al límite, el sudor en las manos era cada vez más
creciente. Las primeras brumas de frustración comenzaban a asomarse. Faltaba
poco para el certamen literario “Nuevos Talentos”, cuya organización estaba a cargo de La
Primera , diario en el que realizaba la pasantía, y no
tenía ni una mínima idea de lo que
iba a escribir.
Pese a la
desaforada marea de contrariedades impuesta por mi padre, había decidido
apostar por mis sueños y dedicarme al vano oficio de la escritura. Ya cursaba
el cuarto año de Lingüística y Literatura en la Universidad de Lima, pero aún seguía escuchando sus ya conocidas rabietas. Sobre todo
cuando le pedía algo de dinero: «¿Plata?, ¿pero para qué necesitaría eso usted señor
escritor?, después de todo para ustedes los intelectuales, eso no es más que un
pedazo inservible de papel». Luego, - y sólo
cuando realmente deseaba exasperarme- con una sonrisa de hiena remataba: «Está
bien, toma. Pero espero que estés ahorrando para comprar tu taxi, porque ni
alucines que te ayudaré ni a comprar la pintura amarilla para que lo pintes, ¿me
entendiste, Vargas Llosa?», «Carajo, ¿por
qué no se te ocurrió estudiar una carrera más decente?, qué sé yo, por último
abogado hubieras sido», entre otras
frases alentadoras que solía decirme.
Era un tanto paradójico
en realidad. Desde muy temprana edad la
escritura se convirtió en un vicio secreto para mí. Al principio lo hacía por
desamor - como todos -, sobre todo durante el tiempo en que Allison y yo
nos frecuentábamos. Recuerdo que esbozaba toda esa mezcla de sentimientos
sublimes, sórdidos, fatalistas y hasta un tanto extremistas en un cuaderno
negro todas las noches. No era un diario. Era una especie de tribuna
clandestina, donde podía sincerar las contradictorias emociones de mi primaria juventud.
Sin tener que retraerme, avergonzarme. Fue un tanto exagerado debo admitir. Cuando
papá lo halló dio un grito al cielo que casi rompe el techo de la casa. Me
prohibió la escritura aduciendo que era un hábito demasiado nocivo para mí. Él
muy escandaloso, temía encontrarme cualquier día desangrado en la bañera, víctima
de una decepción amorosa. Qué cosa tan estúpida ¿no?. Tal vez fue por eso que
me empeñé en contradecirlo. Empecé a escribir con mayor vehemencia y constancia
pero sólo para fastidiarlo. Todo era parte de un juego cruel que quería jugar
con él, aunque él no quisiera jugar conmigo. Solía reírme mucho a sus espaldas,
sobre todo cuando encontraba algunos escritos y se desmenuzaba en una preocupación
exagerada. No es algo de lo que me
siento orgulloso, debo admitir, pero finalmente después de un tiempo, creo que
terminó acostumbrándose, aunque sabía que jamás lo iba a aceptar. Ahí fue
cuando me confundí por completo. Pues si bien ya no había el plus de escribir para hacer patalear a
mi padre, el hábito no desaparecía. Se había convertido en una necesidad. Casi
vital. Creo que ahí fue recién cuando supe lo que realmente quería hacer con mi
vida.
Mamá murió cuando
yo apenas tenía seis, y mi crianza al
parecer, había sido una carga que papá no estaba muy preparado para asumir. Era
un músico frustrado, que por dedicar su
vida demasiado a la bohemia – la bebida y las mujeres para ser exactos –, fue
renunciando involuntariamente a cada uno de sus anhelos más profusos. Ello por
supuesto, era una omisión que no lograría condonarse así mismo de por vida. Tal
vez por eso era tan duro conmigo. No deseaba que por mera ingenuidad, su único hijo
resbale en los sinuosos caminos de la vida, y cándido como siempre, caiga en
una truculenta frustración, tan profunda como el alma de un espectro, como un
calabozo dentro de una cueva. Pienso que
después de todo, dentro de sus posibilidades, hacía lo mejor que podía. Bueno
al menos así deseaba entenderlo.
Cuando volteé, una silueta
marcial yacía en la mitad de la oficina.
-
Miren, pero si es el joven prodigio.
-
Dr. Madison, buenos días. – me
puse de pie -. ¿Cómo le va?.
-
Siéntate muchacho, no es para
tanto.
Oí sonar el
teléfono. Con el auricular en la mano mi jefe me dijo:
-
Esteban, ya te he dicho. Dime
Freddy nomás. No hagamos tanto protocolo.
Freddy Madison. Era
el Subdirector del diario y además uno de los principales columnistas. Se graduó
con honores en la
Universidad Católica , cursando impecablemente los seis años de
la carrera de Derecho. Pertenecía a aquel considerable grupo de abogados que
había estudiado derecho por cualquier razón menos la correcta: vocación. Existen
varios ejemplos. Algunos lo hacen por presión familiar, otros porque no les
gusta las matemáticas, o les gusta leer, o en ciertas ocasiones porque simplemente no
tenían otra cosa mejor que hacer. En su caso, los padres del Dr. Freddy eran dueños de uno
de los mejores estudios de abogados del país. Más de un especialista para cada
rama. Penalistas, tributaristas, civilistas, testaferristas, entre tantos. El
ser abogado era una tradición en su familia, cuyo incumplimiento no sólo te
costaba la desheredación sino además el aislamiento familiar. Cada generación
superaba a la anterior. Todo ese contexto lo dejaba categóricamente sin
alternativas. Recuerdo que cuando me comentó todo esto, finalizó diciendo que
él sólo era abogado por cuestiones coyunturales. «Estuvo bien jodida la
situación. Mi padre siempre ha sido una
persona de carácter fuerte, de moral impecable. Desobedecerlo hubiera sido una
traición para él. Aunque lo único que yo deseaba era escribir». Esto lo ubicaba
dentro de ese aún más considerable grupo de abogados, que pesar de haber cursado
toda la travesía universitaria nunca ejercerían su profesión. En cierta forma,
él era una inspiración para mí. Él también había apostado por su verdadera vocación.
Pues a pesar de tener todo el camino
preparado para desarrollarse profesionalmente como abogado, y así tener una
vida más mesurada y hasta holgada en cuanto a lo económico, decidió dedicarse a
la escritura. Ahora era un escritor respetable en el medio. Amigo de Gustavo
Mohme, Alvaréz Rodrich, Rospigliosi, Gorriti, Hildebrandt, entre otros
escritores, políticos y periodistas de renombre.
De pronto, mi jefe
colgó el teléfono.
-
Bueno, ¿qué hay para hoy?.
-
Han llegado estos sobres para ti.
– me sentí raro tuteándolo –. Tengo unos oficios pendientes para firma y acabo
terminar la edición de su columna para mañana.
-
Ya.
-
Ah, casi me olvidaba. El señor
Loyola vino temprano a buscarte.
-
¿El director?.
-
Si, si. Dejó este file. Dijo que
ya había coordinado contigo.
-
Déjame ver.
Revisó los papeles
con detenimiento. Frunció el ceño mientras se rascaba ligeramente la barba. Vestía
una corbata roja, camisa blanca y un
blazer azul marino. Con su parker negro
hacía anotaciones y subrayados. Parecía dibujar algo. Un aura de
intelectualidad crecía en su expresión. Era un gran escritor. Emitió un sonido de sapiencia.
-
¿Todo bien?.
-
Si. Son las bases del concurso de
cuentos.
-
¿De “Nuevos Talentos”? – dije con asombro.
-
Exacto. Estaba coordinando con
Loyola todo el asunto. Al parecer uno de los miembros del jurado va a estar
indispuesto. Me ofrecieron reemplazarlo y acepté con gusto.
-
Perfecto – asentí desanimado.
Aquello no hacía más
que recordarme el gran hoyo negro en mi cabeza, la premura del tiempo y las implacables
ganas que tenía por demostrar que en verdad podía escribir algo interesante.
-
¿Qué pasó muchacho?. ¿Por qué la
cara larga?
-
Mmm....., digamos que ando falto de
inspiración. La entrega está a la vuelta de la esquina y no he escrito nada
aún. Ni siquiera una condenada línea.
-
¿Inspiración?. Esteban, pero si
eso hay de sobra. Todo lo que te rodea es una potencial fuente de inspiración.
-
¿Todo?. ¿Cómo qué por ejemplo? –
dije aun más desanimado.
-
Bueno, la vida misma, la música, el amor,
hasta las cosas más cotidianas que suceden y que no nos tomamos el cuidado de
notar, pueden tener un significado mucho mayor de lo que el descuido procura
ignorar. Recuerda que los escritores somos soñadores, visionarios, inventores,
que muchas veces no podemos concebir las desafortunadas circunstancias de nuestras
vidas y por eso tendemos a cambiarlas, a idealizarlas, a volverlas ficción. Tú mismo puedes ser tu propia fuente de
inspiración. Tu vida es decir.
-
¿Mi vida?.
-
Por supuesto. Tu vida pero como
fuente. Creo que fue Roncagliolo quién dijo que quizá la vida sea un poco como
la literatura: un montón de mentiras bonitas para soportar las verdades. Es que
es así, tal como él dijo, muchas veces las personas prefieren mentiras
agradables que las verdades duras. Pero bueno, ¿qué te gustaría escribir?.
-
No lo sé. Algo concreto pero
tampoco muy extravagante.
-
A ver. Aquí tengo las bases: “la extensión del texto no excederá diez
folios, tema libre, letra tamaño 12, doble espacio, hoja A-4, Times New Roman….”.
Si, está bien, tú puedes hacer eso. Ponle ganas.
Entró don Charlie,
el señor de la correspondencia. Era un anciano muy pícaro. Siempre nos contaba
algún chiste machista, sobre mujeres o sexo que había encontrado en el internet.
«Doctorcito, ¿sabe usted lo que hace una neurona en el cerebro de una
mujer?......Turismo». Su risa era tan contagiante que era inevitable reír con
él. Parecía el sonido de un carro viejo intentando arrancar. Después de un
corto intercambio de palabras se fue.
-
Bueno, ¿hay algo más pendiente
muchacho?.
-
Ah claro, casi lo olvido. Me encargó
que le hiciera recordar respecto de la elaboración de un artículo sobre el
actual procedimiento de subasta pública que está realizando el Estado para la
explotación petrolera.
-
¿Perupetro?
-
Así es Dr. Freddy.
-
Bueno….- su rostro cambio de
manera drástica, casi parecía sonreír-. Va a ser todo un "faenón" escribirlo.