sábado, 16 de mayo de 2015

NEGRA


Pensarte es un delirio,
una nube en mi cabeza,
una herida abierta que no sana.
De todas mis cicatrices,
tus besos son los más dulces,
y tus sombras mi tribulación.


De haber sabido,
de haber tenido siquiera,
una idea…una sensación,
de que ibas a doler tanto,
hubiera detenido el tiempo…
te hubiera besado mucho antes,
hubiera escapado mucho después.

La realidad es tu esencia,
mi vulnerabilidad y tu destrucción.
De esta historia no tengo más…
que una banca, tu mirada y una canción…
Una canción que no explica nada,
pero que en tus labios lo explica todo,
Una mirada tentativa que me persuade,
a dar ese paso a tu eternidad.
Y esta banca en la que aún te espero,
y te esperaré siempre,
aunque no vayas a llegar,
aunque todo haya terminado ya,
sin siquiera haber empezado.

Christian Fhon.


domingo, 3 de mayo de 2015

CASONA DEZA


Y no pude más...
no quise soportar más.
Los minutos tan pesados,
el corazón a cuestas y tú,
tan llena de ti,
de la constelación de tus ojos,
los lunares cardinales,
el borde de los labios y pensar:
“los deberes de la nostalgia,
son más implacables
que los de la costumbre”.


Pues hoy,
en esta casona, en esta calle, en esta ciudad,
el vino se terminó,
el tabaco no hace efecto,
y siento que ya nada volvería
ese dulce a mi café.


“No, tú no” dijiste,
la voz virtual que resuena…
y vuelvo a la ventana colonial,
vuelvo a la nostalgia sepulcral.
De este domingo que me abandonó,
en mitad de una frase,
en mitad de un adiós,
en mitad de ciertas cosas,
que como tú y yo sabemos
nunca encontrarán su final.

…Pero sé que existes,
y con eso me basta,
para saber que fui feliz.



Christian Fhon Trigoso

jueves, 26 de marzo de 2015

PRIMER CAPÍTULO DEL LIBRO QUE NUNCA TERMINARÉ


Esto no va a funcionar. Simplemente lo sé, no va a funcionar. Eliminé por enésima vez un documento de la computadora. Un seudo-intento de cuento, de relato corto, se deslizaba hasta la bandeja de reciclaje confirmando mi falta de inspiración.
Era un jueves como cualquiera en las oficinas del diario y a pesar de estar rodeado del perfecto ambiente literario para dar rienda suelta a la imaginación, no surgía nada. Mi desesperación llegaba casi al límite, el sudor en las manos era cada vez más creciente. Las primeras brumas de frustración comenzaban a asomarse. Faltaba poco para el certamen literario “Nuevos Talentos”,  cuya organización estaba a cargo de La Primera, diario en el que realizaba la pasantía, y no tenía ni una mínima idea de lo que iba a escribir.
Pese a la desaforada marea de contrariedades impuesta por mi padre, había decidido apostar por mis sueños y dedicarme al vano oficio de la escritura. Ya cursaba el cuarto año de Lingüística y Literatura en la Universidad de Lima, pero aún seguía escuchando sus ya conocidas rabietas. Sobre todo cuando le pedía algo de dinero: «¿Plata?, ¿pero para qué necesitaría eso usted señor escritor?, después de todo para ustedes los intelectuales, eso no es más que un pedazo inservible de papel».  Luego, - y sólo cuando realmente deseaba exasperarme- con una sonrisa de hiena remataba: «Está bien, toma. Pero espero que estés ahorrando para comprar tu taxi, porque ni alucines que te ayudaré ni a comprar la pintura amarilla para que lo pintes, ¿me entendiste, Vargas Llosa?»,  «Carajo, ¿por qué no se te ocurrió estudiar una carrera más decente?, qué sé yo, por último abogado hubieras sido»,  entre otras frases alentadoras que solía decirme.
Era un tanto paradójico en realidad.  Desde muy temprana edad la escritura se convirtió en un vicio secreto para mí. Al principio lo hacía por desamor -  como todos -,  sobre todo durante el tiempo en que Allison y yo nos frecuentábamos. Recuerdo que esbozaba toda esa mezcla de sentimientos sublimes, sórdidos, fatalistas y hasta un tanto extremistas en un cuaderno negro todas las noches. No era un diario. Era una especie de tribuna clandestina, donde podía sincerar las contradictorias emociones de mi primaria juventud. Sin tener que retraerme, avergonzarme. Fue un tanto exagerado debo admitir. Cuando papá lo halló dio un grito al cielo que casi rompe el techo de la casa. Me prohibió la escritura aduciendo que era un hábito demasiado nocivo para mí. Él muy escandaloso, temía encontrarme cualquier día desangrado en la bañera, víctima de una decepción amorosa. Qué cosa tan estúpida ¿no?. Tal vez fue por eso que me empeñé en contradecirlo. Empecé a escribir con mayor vehemencia y constancia pero sólo para fastidiarlo. Todo era parte de un juego cruel que quería jugar con él, aunque él no quisiera jugar conmigo. Solía reírme mucho a sus espaldas, sobre todo cuando encontraba algunos escritos y se desmenuzaba en una preocupación exagerada.  No es algo de lo que me siento orgulloso, debo admitir, pero finalmente después de un tiempo, creo que terminó acostumbrándose, aunque sabía que jamás lo iba a aceptar. Ahí fue cuando me confundí por completo. Pues si bien ya no había el plus de escribir para hacer patalear a mi padre, el hábito no desaparecía. Se había convertido en una necesidad. Casi vital. Creo que ahí fue recién cuando supe lo que realmente quería hacer con mi vida.
Mamá murió cuando yo apenas tenía seis,  y mi crianza al parecer, había sido una carga que papá no estaba muy preparado para asumir. Era un músico frustrado, que por dedicar  su vida demasiado a la bohemia – la bebida y las mujeres para ser exactos –, fue renunciando involuntariamente a cada uno de sus anhelos más profusos. Ello por supuesto, era una omisión que no lograría condonarse así mismo de por vida. Tal vez por eso era tan duro conmigo. No deseaba que por mera ingenuidad, su único hijo resbale en los sinuosos caminos de la vida, y cándido como siempre, caiga en una truculenta frustración, tan profunda como el alma de un espectro, como un calabozo dentro de una cueva.  Pienso que después de todo, dentro de sus posibilidades, hacía lo mejor que podía. Bueno al menos así deseaba entenderlo.

Cuando volteé, una silueta marcial yacía en la mitad de la oficina.

-          Miren, pero si es el  joven prodigio.
-          Dr. Madison, buenos días. – me puse de pie -. ¿Cómo le va?.
-          Siéntate muchacho, no es para tanto.

Oí sonar el teléfono. Con el auricular en la mano mi jefe me dijo:

-          Esteban, ya te he dicho. Dime Freddy nomás. No hagamos tanto protocolo.

Freddy Madison. Era el Subdirector del diario y además uno de los principales columnistas. Se graduó con honores en la Universidad Católica, cursando impecablemente los seis años de la carrera de Derecho. Pertenecía a aquel considerable grupo de abogados que había estudiado derecho por cualquier razón menos la correcta: vocación. Existen varios ejemplos. Algunos lo hacen por presión familiar, otros porque no les gusta las matemáticas, o les gusta leer,  o en ciertas ocasiones porque simplemente no tenían otra cosa mejor que hacer. En su caso,  los padres del Dr. Freddy eran dueños de uno de los mejores estudios de abogados del país. Más de un especialista para cada rama. Penalistas, tributaristas, civilistas, testaferristas, entre tantos. El ser abogado era una tradición en su familia, cuyo incumplimiento no sólo te costaba la desheredación sino además el aislamiento familiar. Cada generación superaba a la anterior. Todo ese contexto lo dejaba categóricamente sin alternativas. Recuerdo que cuando me comentó todo esto, finalizó diciendo que él sólo era abogado por cuestiones coyunturales. «Estuvo bien jodida la situación.  Mi padre siempre ha sido una persona de carácter fuerte, de moral impecable. Desobedecerlo hubiera sido una traición para él. Aunque lo único que yo deseaba era escribir». Esto lo ubicaba dentro de ese aún más considerable grupo de abogados, que pesar de haber cursado toda la travesía universitaria nunca ejercerían su profesión. En cierta forma, él era una inspiración para mí. Él también había apostado por su verdadera vocación.  Pues a pesar de tener todo el camino preparado para desarrollarse profesionalmente como abogado, y así tener una vida más mesurada y hasta holgada en cuanto a lo económico, decidió dedicarse a la escritura. Ahora era un escritor respetable en el medio. Amigo de Gustavo Mohme, Alvaréz Rodrich, Rospigliosi, Gorriti, Hildebrandt, entre otros escritores, políticos y periodistas de renombre.

De pronto, mi jefe colgó el teléfono.

-          Bueno, ¿qué hay para hoy?.
-          Han llegado estos sobres para ti. – me sentí raro tuteándolo –. Tengo unos oficios pendientes para firma y acabo terminar la edición de su columna para mañana.
-          Ya.
-          Ah, casi me olvidaba. El señor Loyola vino temprano a buscarte.
-          ¿El director?.
-          Si, si. Dejó este file. Dijo que ya había coordinado contigo.
-          Déjame ver.

Revisó los papeles con detenimiento. Frunció el ceño mientras se rascaba ligeramente la barba. Vestía  una corbata roja, camisa blanca y un blazer azul marino. Con  su parker negro hacía anotaciones y subrayados. Parecía dibujar algo. Un aura de intelectualidad crecía en su expresión. Era un gran escritor.  Emitió un sonido de sapiencia.

-          ¿Todo bien?.
-          Si. Son las bases del concurso de cuentos.
-          ¿De “Nuevos Talentos”? – dije con asombro.
-          Exacto. Estaba coordinando con Loyola todo el asunto. Al parecer uno de los miembros del jurado va a estar indispuesto. Me ofrecieron reemplazarlo y acepté con gusto.
-          Perfecto – asentí  desanimado.

Aquello no hacía más que recordarme el gran hoyo negro en mi cabeza, la premura del tiempo y las implacables ganas que tenía por demostrar que en verdad podía escribir algo interesante.

-          ¿Qué pasó muchacho?. ¿Por qué la cara larga?
-           Mmm....., digamos que ando falto de inspiración. La entrega está a la vuelta de la esquina y no he escrito nada aún. Ni siquiera una condenada línea.
-          ¿Inspiración?. Esteban, pero si eso hay de sobra. Todo lo que te rodea es una potencial fuente de inspiración.
-          ¿Todo?. ¿Cómo qué por ejemplo? – dije aun más desanimado.
-           Bueno, la vida misma, la música, el amor, hasta las cosas más cotidianas que suceden y que no nos tomamos el cuidado de notar, pueden tener un significado mucho mayor de lo que el descuido procura ignorar. Recuerda que los escritores somos soñadores, visionarios, inventores, que muchas veces no podemos concebir las desafortunadas circunstancias de nuestras vidas y por eso tendemos a cambiarlas, a idealizarlas, a volverlas ficción.  Tú mismo puedes ser tu propia fuente de inspiración. Tu vida es decir.
-          ¿Mi vida?.
-          Por supuesto. Tu vida pero como fuente. Creo que fue Roncagliolo quién dijo que quizá la vida sea un poco como la literatura: un montón de mentiras bonitas para soportar las verdades. Es que es así, tal como él dijo, muchas veces las personas prefieren mentiras agradables que las verdades duras. Pero bueno, ¿qué te gustaría escribir?.
-          No lo sé. Algo concreto pero tampoco muy extravagante.
-          A ver. Aquí tengo las bases: “la extensión del texto no excederá diez folios, tema libre, letra tamaño 12, doble espacio, hoja A-4, Times New Roman….”. Si, está bien, tú puedes hacer eso. Ponle ganas.

Entró don Charlie, el señor de la correspondencia. Era un anciano muy pícaro. Siempre nos contaba algún chiste machista, sobre mujeres o sexo que había encontrado en el internet. «Doctorcito, ¿sabe usted lo que hace una neurona en el cerebro de una mujer?......Turismo». Su risa era tan contagiante que era inevitable reír con él. Parecía el sonido de un carro viejo intentando arrancar. Después de un corto intercambio de palabras se fue.

-          Bueno, ¿hay algo más pendiente muchacho?.
-          Ah claro, casi lo olvido. Me encargó que le hiciera recordar respecto de la elaboración de un artículo sobre el actual procedimiento de subasta pública que está realizando el Estado para la explotación petrolera.
-          ¿Perupetro?
-          Así es Dr. Freddy.
-          Bueno….- su rostro cambio de manera drástica, casi parecía sonreír-. Va a ser todo un "faenón" escribirlo.



domingo, 15 de marzo de 2015

MI PRIMER DÍA EN EL JARDÍN DE NIÑOS (CUENTO)


Tengo sólo dos recuerdos claros de mamá. Uno de ellos es sobre mi primer día en el jardín de niños. La emoción de ingresar a un mundo nuevo. El miedo, a decir verdad. El terror, para ser exactos. Una foto en mi mesa de noche no me deja olvidarlo. Arrodillada ante mí, mamá me acomodaba el cuello blanco de una camisa rosada con la que me había vestido aquél día. Cómo detestaba esa camisa. «No me gusta mamá», le decía sin que ella dejara de doblar sus suaves dedos sobre mis hombros. Apreté la nariz en señal de protesta como un conejo, pero nada.  Su atención estaba herméticamente enfrascada en el mandil blanco, la lonchera, las zapatillas rojas, y por supuesto, en la tonta camisa rosada. Por ratos me distraía en su vestido. Su vestido morado. Mamá llevaba puesto tanto un collar como aretes de perlas, el cabello suelto y ondulado, y una cartera de la misma tonalidad que los zapatos de taco alto: se veía hermosa.
-          ¡Mamá!, no me gusta.
-          Espera amor, por favor no te muevas.
-           Pero mamá… - chillé sin disimular mi consternación. Me aterraba el sólo hecho de estar ahí y peor sin ella, me moriría –. No quiero estar aquí.
-          Corazón…
-          Vamos a la casa.  – dije con ojos de vidrio.
-          Espera a ver…Ya está.- sonrió con ternura al verme impecable, con todos esos detalles en el vestir que para las mujeres son sinónimo de perfección-. ¿Qué pasa amor?.
Callé intentando encubrir lo turbado que estaba. El aire se contuvo en mi pecho para aguantar el llanto. Como cuando sientes ganas de llorar pero sabes que no debes, amarras con fuerza el nudo en tu garganta para evitar quebrarte, pero basta sólo que alguien te pregunte: «¿Qué pasó?. ¿estás bien?»,  y de pronto, el nudo se suelta y toda esa bruma emocional se exterioriza, explota y cae como una imponente avalancha. Las lágrimas resbalan en tus pupilas porque no pudiste más. Y claro, yo tampoco pude. 

-          Corazón.-  me dijo con la dulzura que sólo las madres saben tener-.  No estés triste hijito, todo va a estar bien. Mira mamá va a estar contigo ¿ya?.
Cuando alcé la mirada sus ojos color esmeralda terminaron en persuadirme. Siempre supo cómo persuadirme.
-          Vamos Esteban. Sonríe para mamá ¿si?. Te tomo una foto, ¿qué dices?.
Mamá secó mis lágrimas, retrocedió unos pasos y congeló aquella imagen en el tiempo. Las fotos y su ambivalencia, su esoterismo. En ciertas ocasiones suelen plasmar un júbilo desbordante, pero en otras, pueden constituir la evidencia más diáfana de la hipocresía, de la melancolía silenciosa de un rostro que calla, pero que no miente.

Un carrusel interminable de autos, padres y niños desfilaban en las afueras del jardín. El portón grande, las paredes blancas, el portero sonriente. Mamá tomaba de mi mano guiándome entre un pasadizo oscuro. Sentado en una banca larga de madera, un niño clavaba sus ojos en el suelo ante la reacción absorta de su madre. «¿Qué pasa hijo?». «Mateo, ¿estás bien?». Caminábamos con determinación ante las sigilosas miradas de Mickey Mouse, Pato Donald, y Pluto. En las paredes,  una fila de estrellas nos seguían sonriendo con sarcasmo. Era tenebroso. ¿Desde cuándo las estrellas sonreían con malicia?, o lo que es peor, ¿desde cuándo las estrellas tenían boca?. Podía sentir sus risas en la nuca, resonaban en mis oídos como susurros violentos. Mi respiración era cada vez más entrecortada. El final de aquel túnel estaba a tan sólo unos metros, pero no alcanzaba verlo. La mano de mamá casi resbalaba por el sudor. De pronto: la luz.

-          Señor disculpe, ¿cuatro añitos?.
-          Por allá señora, el aula de la derecha.
Ingresamos a una habitación de paredes celestes. Tres mesas largas se juntaban formando una u. En cada una había una caja de crayolas: verdes, rojas, amarillas, marrones, moradas y azules. Muchos niños alrededor. Al frente, dos rectángulos de madera verde graficaban lo que parecía ser un animal de patas largas pintarrajeadas con tiza. Una mujer de cara redonda y cabello negro terminaba charlar con una pareja. La pareja sonreía condescendiente, yéndose del lugar entre risas y clichés de cortesía. Mamá la abordó.
-          Buenos días, ¿señorita Nancy?.
-          Así es, buenos días.
-          Si, cuánto gusto. Soy la señora Rosell.
-          ¿Señora Sara?. A sí claro, claro. Mucho gusto.
-          ¿Esta es el aula de cuatro añitos?
-          Así es. Ya estamos casi listos para empezar.
-          Qué bueno.
-          Y tú debes ser el pequeño Esteban.- dijo poniéndose en cuclillas-. ¿Cómo estás?.
Me escondí entre las piernas de mamá.
-          Está algo tímido hoy.- explicó mamá llevándome hacia el frente-. Vamos amor, saluda a la señorita.
-          Hola Esteban.- me dijo aún agachada, sus ojos eran exactamente idénticos a los de mamá.
-          Hola – dije.
-          Vaya pero si se parece bastante a usted. Hasta su color de ojos tiene.
-          Hasta nuestro color de ojos. – bromea mamá.
-          Si bueno -sonríe-,  eso es gracias a mi madre también.
Un silencio sugestivo. Era el momento de partir. Mi primer día en el jardín de niños estaba por empezar.
-          Bueno.- suspiró -. Amor, vas a quedarte aquí con la señorita Nancy ¿ok?. Yo regreso en un ratito. Te portas bien, ¿si?.
Sentí el desliz sudoroso de sus manos soltándome. El abandono. La jungla de tonos primarios. El delirio.
Luego, alguien toma mi mano. Son los mismos ojos. Es casi, el mismo aire.
«¿Te gustan las Tortugas Ninjas, no?»,  silbó Nancy al observar la desaforada lucha que contendían Leonardo, Donatello, Rafael y Miguel Ángel contra Destructor en la tapa de mi lonchera. «Ven vamos, quiero que conozcas a alguien». 
Vista panorámica: mandiles blancos,  rompecabezas ordenados como torres, carritos de madera en plena exhibición sobre unos anaqueles inalcanzables. Nos acercamos a una de las mesas. Un niño de rostro rectangular y ojos mesurados dibuja con los crayones. Tenía una camiseta roja debajo del mandil. Sostenía un crayón verde dando pinceladas magistrales. La burbuja del niño. La concentración del artista. Los códigos de un mundo que sólo son conocidos por los de preocupaciones postergadas, por aquellos cuya felicidad se encuentra en las cosas más cotidianas de la vida, donde la llave a la escala máxima de la dicha está en el rebotar de un balón, en el sedoso cabello de una muñeca, en la miel de un helado de fresa.  La señorita Nancy le habla. El niño sale de su mundo. La burbuja se revienta. El diálogo cesa y el niño sonríe.
-          Esteban, quiero que conozcas a Rafita. A él también le gusta las Tortugas Ninja. ¿No es así, Rafo?.  
El niño asintió sonriente. De pronto, el aire se hizo menos denso. Me sentí seguro.
-         Ven Esteban, siéntate aquí junto a él, y dibuja algo que te guste, porque al final de la clase vamos a premiar al dibujo más bonito, ¿si?.- animó la señorita Nancy.

Me senté a lado de mi nuevo amigo y dibujamos durante un rato. El tema era obvio: las Tortugas Ninja. Su favorito era Leonardo: «Es que él es el líder», me dijo sin titubear. Cruzamos algunas palabras. Me dijo que a él tampoco le gustaba estar ahí pero como lo dejaban dibujar podía estar tranquilo. En medio de esa penuria Rafita y yo formamos una alianza secreta. Era mi aliado, mi compañero, mi escudero en aquél campo de batalla. Sin embargo, nada parecía turbar su concentración mientras dibujaba. Demostraba una habilidad inusual para alguien de su edad. Su cabello flotaba sobre sus parpados aterrizando sobre una nariz llena de pecas. Rafita movía sus manos de arriba abajo, soltaba el crayón y presionaba con sus delgados dedos partes estratégicas de su dibujo para darle una textura y tonalidad diferente. Cada movimiento calculado, memorizado, predeterminado por la naturaleza de un artista nato.
Siempre me maravilló la forma de como algunas personas son simplemente perfectas para hacer determinadas cosas. Puede ser el destino, su código genético, la naturaleza o hasta justicia divina, pero ahí están: talento puro. Es como si hubieran nacido para eso. Einstein, Borges, Maradona, Jimi Hendrix, y en ese instante fugaz el pequeño Rafita demostraba que en sus venas corría la sangre de alguien que había venido a este mundo para destacar, que en la constelación de sus ojos brillaba una estrella que lo diferenciaría del resto, una estrella que lo acompañaría siempre. ¿Yo tenía esa estrella?.
La señorita Nancy se puso de pie en frente de todos los niños. Se presentó hablándonos de manera afable. Al hablar, acentuaba las vocales moviendo sus labios como la boca de un pez. Luego, caminó recorriendo el salón a  pasos lentos. «Vamos a aprender cosas muy buenas», repetía martilleando su dedo índice. Después de su breve discurso dijo: «Bueno niños, ahora vamos a presentarnos, quiero que cada uno de ustedes diga su nombre». Se fue por un costado y se acercó a alguien. Era una niña. Una niña bonita. «¿Cómo te llamas mi amor?», le dijo. Ella sonríe y con una expresión angelical y graciosa responde: «Valentina». Al pronunciarlo cerró los ojos elevando ligeramente sus hombros con gracia. La ternura de la arrogancia. Las formas de un gato rabioso. La niña volteó la mirada de fuego en señal de rechazo. La señorita Nancy siguió. Todos dijeron su nombre.
-          Muy bien, ya que ahora todos nos conocemos, quiero presentarles a alguien muy especial.
En ese momento, una mujer alta, morena y con peinado estilo afro ingresa cargando un stereo. Era Miss Maggi, la maestra de inglés. Miss Maggi conjugaba sus lecciones con pintorescas canciones para niños, las cuales acompañaba con unos quebradizos movimientos de cadera. Vestía una blusa verde y unos jeans que delineaban casi a la perfección sus contorneadas piernas. Nos saludó abiertamente y sin más preámbulo inició su clase. Encendió el stereo, cogió unos carteles blancos con figuras de colores y empezó a cantar al ritmo de la música. Por un momento parecía distraer mi temor, adormecerlo con su hipnotizador perfume. «Rojo es red. Azul es blue», nos decía cantando y moviendo sus carnosos labios pintados con un fuerte labial rojo. Todos los niños repetían al unísono como animales amaestrados. Volteé a observarlos. Hasta Rafita parecía entusiasmado, quién al mirarme elevó los hombros mientras pronunciaba como un perico aquel idioma extraño. Casi sin darme cuenta, luego de un momento, también yo repetía como un perico ese idioma extraño. Empecé a sentirme mejor. Miss Maggi levantaba las manos, y todos enseguida la imitábamos. Un aire de aparente sosiego se deslizaba en el ambiente, ya no estaba preocupado, más por el contrario parecía casi disfrutarlo. Luego de un rato sonó una campana. «Vayan al patio niños es hora del recreo».
Todos los niños salieron disparados del aula. El piso amplio de losetas rojas nos recibía brillando por el primer día. En un costado, una fila de balones de fútbol, voleyball y basketball esperaban listos para ser usados. Eran nuevos y de un plástico suave pues aún éramos muy pequeños para usar balones de cuero. Muchos se acercaron entusiasmados, y uno a uno fueron siendo llevados hacia distintos lugares del patio. Algunos prefirieron jugar en los columpios, otros  en el cuadrado de arena, pero los favoritos sin lugar a dudas fueron los jeeps de guerra. Eran unos autos miniatura que para avanzar uno tenía pedalear con fuerza y hacerse camino entre los manglares de la selva amazónica. La señorita Nancy y Miss Maggi tenían que separar a los furiosos niños que se peleaban por jugar en ellos.
El sol había salido inesperadamente cálido esa mañana, un aire fresco hacía resonar el movimiento de las hojas y uno que otro pajarillo silbaba entre las tejas de los techos. Era un buen día para correr, saltar y sonreír. Pese a ello, Rafita y yo nos quedamos sentados en una banca de madera color verde en  las afueras del aula. El dibujaba y yo miraba el suelo. Recuerdo que en aquel momento lo único que tenía en mente era a mamá. Me preguntaba qué estaría haciendo, si estaba pensando en mí, en porqué me había abandonado en este lugar tan enigmático y aterrador. Sus motivaciones no me resultaban de lo más claras, y no fue sino hasta un año después, al verla postrada y convaleciente, que todas las ausencias, llantos silenciosos y frascos en el buró, tuvieron un justificativo más que evidente: el cáncer vino sin avisar, y se la llevó lo más rápido que pudo.   
De pronto, tuve unos deseos urgentes de ir al baño. Mi vejiga estaba por reventar, así que me puse en pie y con la mirada absorta busqué de un lado a otro dónde podría estar el más cercano. Lo encontré. Al costado izquierdo del patio.  Apresuré los pasos  hasta una puerta en la que se podía ver a un Popeye El Marino extasiado, sentado en un inodoro celeste (al costado también estaba Olivia en uno de color rosado), pero justo cuando bordeaba el umbral, un niño seboso y gordiflón me aparta de un tirón. Caigo intempestivamente. Al parecer no era el único del problema, pues tan sólo unos segundos después, pude escuchar sus estridentes gemidos satisfactorios. No importó. No iba a darme por vencido, tenía que achicar la bomba sí o sí. Por fortuna, mamá me había adiestrado muy bien en el arte de miccionar. Ya para aquél entonces, dominaba el pequeño colgajito con una destreza admirable. Era todo un samurái. Lo sujetaba con seguridad, separaba bien las piernas, y liberaba chorritos graduales en un  bacín, inodoro o lo que fuere, dependiendo de la urgencia.  Quizá el único problema radicaba, en que dada la premura de las circunstancias, la mayoría de veces en lugar de abrir sólo la  bragueta para extraer de ahí al diminuto compañero, bajaba totalmente los pantalones hasta las pantorrillas, exponiendo las inocentes nalgas que heredé por genética. Solía ser  hilarante. En cierta manera, esto me hizo popular con las niñas por algún tiempo.
Cuando disponía pararme, las dos maestras se acercaron. Hablaban sin cesar, demostrando gran preocupación por mi estado. Los ojos de Miss Maggi se abrían y cerraban como cortinas, mientras la señorita Nancy  oscultaba entre las ropas esperando alguna lesión.
-          Está bien, está bien Nancy, don´t worry ¿ok?.
-          Morena, mira bien aquí.
-          No es nada, a simple scratch, it´s nothing.
-          Es que tú no entiendes, una denuncia más y este negocio se va al hoyo.
-          Nadie sabe acerca de los demás casos, todo estará bien.
-          ¿Tú crees?
Sus palabras distrajeron la atención del cometido. La campana suena y cual ritual memorizado por la costumbre, todos vuelven al aula. Siento la incorporación. Ambas maestras van por una misma dirección. Dirijo los pasos hacia toda esa bruma otra vez. Parezco olvidar las ansías, más aun ahora cuando al ingresar al aula, el ambiente había cambiado en su totalidad.
Ahora todas las sillas estaban pegadas a la pared, las mesas repletas de bocadillos y globos multicolor adornaban el paisaje pintoresco. Los niños entran jubilosos, rodean una inmensa torta de cumpleaños sobre la cual se ve unas letras delineadas que recitan: “Feliz día Valentina”. Al voltear, observo a un payaso y dos dalinas haciendo su ingreso a la celebración. Aquél llevaba puesto una peluca verde fosforescente,  unos pantalones estrambóticos y con gestos histriónicos invitaba a la concurrencia a formar un círculo mientras esperaban a la agasajada. Nunca me gustaron los payasos. Ciertamente, me causaban pavor. El sólo hecho de ver sus rostros demoniacos, o escuchar el tono monocorde de su voz, hacía que los cabellos se me pongan de punta y era víctima de una nerviosa calamidad. Por supuesto, aquella vez no fue la excepción, pues preso del pánico procuraba agazaparme entre la muchedumbre para evitar ser visto por ese mercenario bufón, pero no se pudo.
De un momento a otro la música empieza a sonar. Es un merengue. Un merengue dulce y empalagoso. Los tambores resuenan, las trompetas silban y las congas explotan. «Watanegui consup…Yupi pa ti Yupi pa mi». Es la Banda Blanca y su Sopa de Caracol. La algarabía se enciende, la concurrencia aplaude en una danza de sonrisas desbordantes. En medio del círculo, el payaso levanta los brazos extasiado sacudiendo las caderas al ritmo de la melodía. Sus movimientos zigzagueantes invitan a bailar, ha capturado la atención, ahora todos lo observan embelesados sin tomar atención en los alrededores, es mi oportunidad de escapar.
Marco distancia del resto. Busco con vehemencia algún refugio que me salve. Observando hacia los lados, bordeo las sillas en un intento de escabullirme asolapado.
Voy despacio, la ruta parece interminable y el tiempo eterno. Debo encontrarlo, debo escapar, estoy desesperado.
Por alguna razón que hubiera preferido olvidar, me aterraba la sensación de ser observado por ese endiablado payaso. Por ello, ser cauteloso era fundamental para escapar de sus truculentas miradas. De repente, casi sin creerlo, cuando la esperanza parecía desfallecer, una grieta se abre en el camino: el estante de madera. Me dirijo hacia el.
Pasaron algunos segundos y la cumpleañera hizo su ingreso. Valentina, el gato rabioso, era una princesa aquél día y para entrar en personaje, llevaba puesto un vestido rosa muy llamativo, guantes blancos y una corona de brillantes. Dando saltitos infantiles dio hasta el centro del salón. El público la ovaciona formando una ronda a su alrededor. Desde mi ángulo pude ver sus ojos de fuego ametrallando el entorno. Vaya futuro que le esperaba a la pequeña Valentina. Para desgracia de muchos, con el tiempo llegaría a ser aun más hermosa, más astuta,  y sobre todo más maliciosa. Pero por ahora, en medio de la gente, ella también empezaba a contornearse al ritmo de la Sopa de Caracol. El payaso no perdió chance y sin titubear se unió al baile, sin embargo, de un momento se detuvo: «Oigan caballeros, ¿quién quiere bailar con la cumpleañera?, al mejor bailarín la daremos un premio muy especial, caballero», silbo con su voz de pito.
Nadie reaccionó. Algo desconcertado insistió una vez más obteniendo idéntica respuesta. Mientras tanto, a paso lento pero seguro, casi lograba huir de toda esa desdicha. El estante de madera estaba tan sólo a un par de metros y ya alcanzaba bordearlo para esconderme seguro. El camino había sido sinuoso, pues al igual que en una carrera de obstáculos, tuve que lidiar con diversas trabas para llegar a donde estaba. No obstante, cuando apenas daba paso a una leve sensación de alivio, la debacle aconteció:
-          ¡A ver tú caballero! – dijo el condenado bufón -. Si tú, no te me escapes, ven aquí baila con la  hermosa Valentina.

Sentí un vuelvo en el corazón. Me quedé inmóvil. Un aire gélido atraviesa mi pecho clavándome los pies al piso. Estaba absorto, abrumado, desamparado. Debo confesar que aquél atrevimiento me cogió completamente desprevenido. Desorientado. La concurrencia saluda la iniciativa del payaso, y la acompaña con fervientes palmas que apenas logro escuchar. A partir de entonces, todo se volvió confuso para mí.
Recuerdo que en algún instante fui llevado hacia Valentina.  Recuerdo también no haber bailado ni siquiera un poco. Estaba mareado. No podía captar sonidos. Todo era más lento y silencioso. Por algún motivo sólo podía ver los movimientos vocales de los niños que me rodeaban. Sus risas burlonas, el escarnio de sus miradas, volcaron en mi semblante un nerviosismo implacable, el cual se evidenció con aquella humedad creciente y amarillenta que ahora chorreaba entre mis piernas. Para ese entonces, ya con los ojos llorosos, lo único que alcancé a descifrar claramente, fueron las palabras del aquél niño gordiflón que hacía un momento me había empujado en el patio del jardín: «¡Señorita Nancy!, ese niño se meó». Pero Nancy no volteó, no se acercó, ni siquiera se inmutó.
Baje la mirada en un llanto de desconsuelo. No sabía qué hacer o a dónde ir. Nadie podría salvarme ahora. Con los pantalones mojados y los ánimos deshechos, me sentí aun más pequeño de lo que era en ese momento.

Y entonces, algo insólito sucedió. Alguien me sujeta fuerte y me aferra a sus brazos. Alguien que atravesó toda esa gente para salvarme sin que yo pudiera notarlo. Alguien que supo estar en el lugar y tiempo exactos. Me desespero. Confundido trato de zafarme a lo que ella contesta: «Tranquilo corazón, es mamá….es mamá». Y era cierto, pues las esmeraldas en sus ojos lo confirmaron para mí.