Tengo
sólo dos recuerdos claros de mamá. Uno de ellos es sobre mi primer día en el
jardín de niños. La emoción de ingresar a un mundo nuevo. El miedo, a decir
verdad. El terror, para ser exactos. Una foto en mi mesa de noche no me deja
olvidarlo. Arrodillada ante mí, mamá me acomodaba el cuello blanco de una
camisa rosada con la que me había vestido aquél día. Cómo detestaba esa camisa.
«No me gusta mamá», le decía sin que ella dejara de doblar
sus suaves dedos sobre mis hombros. Apreté la nariz en señal de protesta como
un conejo, pero nada. Su atención estaba
herméticamente enfrascada en el mandil blanco, la lonchera, las zapatillas
rojas, y por supuesto, en la tonta camisa rosada. Por ratos me distraía en su
vestido. Su vestido morado. Mamá llevaba puesto tanto un collar como aretes de
perlas, el cabello suelto y ondulado, y una cartera de la misma tonalidad que los
zapatos de taco alto: se veía hermosa.
-
¡Mamá!, no me gusta.
-
Espera amor, por favor no te muevas.
-
Pero mamá… - chillé sin
disimular mi consternación. Me aterraba el sólo hecho de estar ahí y peor sin
ella, me moriría –. No quiero estar aquí.
-
Corazón…
-
Vamos a la casa. – dije con
ojos de vidrio.
-
Espera a ver…Ya está.- sonrió con ternura al verme impecable, con
todos esos detalles en el vestir que para las mujeres son sinónimo de
perfección-. ¿Qué pasa amor?.
Callé
intentando encubrir lo turbado que estaba. El aire se contuvo en mi pecho para
aguantar el llanto. Como cuando sientes ganas de llorar pero sabes que no
debes, amarras con fuerza el nudo en tu garganta para evitar quebrarte, pero
basta sólo que alguien te pregunte: «¿Qué pasó?. ¿estás
bien?», y de pronto, el nudo se suelta y
toda esa bruma emocional se exterioriza, explota y cae como una imponente
avalancha. Las lágrimas resbalan en tus pupilas porque no pudiste más. Y claro,
yo tampoco pude.
-
Corazón.- me dijo con la dulzura que sólo las madres
saben tener-. No estés triste hijito,
todo va a estar bien. Mira mamá va a estar contigo ¿ya?.
Cuando
alcé la mirada sus ojos color esmeralda terminaron en persuadirme. Siempre supo
cómo persuadirme.
-
Vamos Esteban. Sonríe para mamá ¿si?. Te tomo una foto, ¿qué dices?.
Mamá
secó mis lágrimas, retrocedió unos pasos y congeló aquella imagen en el tiempo.
Las fotos y su ambivalencia, su esoterismo. En ciertas ocasiones suelen plasmar
un júbilo desbordante, pero en otras, pueden constituir la evidencia más
diáfana de la hipocresía, de la melancolía silenciosa de un rostro que calla,
pero que no miente.
Un
carrusel interminable de autos, padres y niños desfilaban en las afueras del
jardín. El portón grande, las paredes blancas, el portero sonriente. Mamá
tomaba de mi mano guiándome entre un pasadizo oscuro. Sentado en una banca
larga de madera, un niño clavaba sus ojos en el suelo ante la reacción absorta
de su madre. «¿Qué pasa hijo?». «Mateo, ¿estás bien?». Caminábamos con determinación
ante las sigilosas miradas de Mickey Mouse, Pato Donald, y Pluto. En las
paredes, una fila de estrellas nos
seguían sonriendo con sarcasmo. Era tenebroso. ¿Desde cuándo las estrellas
sonreían con malicia?, o lo que es peor, ¿desde cuándo las estrellas tenían
boca?. Podía sentir sus risas en la nuca, resonaban en mis oídos como susurros
violentos. Mi respiración era cada vez más entrecortada. El final de aquel
túnel estaba a tan sólo unos metros, pero no alcanzaba verlo. La mano de mamá
casi resbalaba por el sudor. De pronto: la luz.
-
Señor disculpe, ¿cuatro añitos?.
-
Por allá señora, el aula de la derecha.
Ingresamos
a una habitación de paredes celestes. Tres mesas largas se juntaban formando
una u. En cada una había una caja de crayolas: verdes, rojas, amarillas,
marrones, moradas y azules. Muchos niños alrededor. Al frente, dos rectángulos
de madera verde graficaban lo que parecía ser un animal de patas largas
pintarrajeadas con tiza. Una mujer de cara redonda y cabello negro terminaba
charlar con una pareja. La pareja sonreía condescendiente, yéndose del lugar
entre risas y clichés de cortesía. Mamá la abordó.
-
Buenos días, ¿señorita Nancy?.
-
Así es, buenos días.
-
Si, cuánto gusto. Soy la señora Rosell.
-
¿Señora Sara?. A sí claro, claro. Mucho gusto.
-
¿Esta es el aula de cuatro añitos?
-
Así es. Ya estamos casi listos para empezar.
-
Qué bueno.
-
Y tú debes ser el pequeño Esteban.- dijo poniéndose en cuclillas-.
¿Cómo estás?.
Me escondí entre las piernas de
mamá.
-
Está algo tímido hoy.- explicó mamá llevándome hacia el frente-. Vamos
amor, saluda a la señorita.
-
Hola Esteban.- me dijo aún agachada, sus ojos eran exactamente
idénticos a los de mamá.
-
Hola – dije.
-
Vaya pero si se parece bastante a usted. Hasta su color de ojos tiene.
-
Hasta nuestro color de ojos. – bromea mamá.
-
Si bueno -sonríe-, eso es
gracias a mi madre también.
Un
silencio sugestivo. Era el momento de partir. Mi primer día en el jardín de niños
estaba por empezar.
-
Bueno.- suspiró -. Amor, vas a quedarte aquí con la señorita Nancy ¿ok?.
Yo regreso en un ratito. Te portas bien, ¿si?.
Sentí
el desliz sudoroso de sus manos soltándome. El abandono. La jungla de tonos
primarios. El delirio.
Luego,
alguien toma mi mano. Son los mismos ojos. Es casi, el mismo aire.
«¿Te gustan las Tortugas Ninjas, no?», silbó Nancy al observar la
desaforada lucha que contendían Leonardo, Donatello, Rafael y Miguel Ángel
contra Destructor en la tapa de mi lonchera. «Ven vamos, quiero que conozcas a alguien».
Vista panorámica: mandiles
blancos, rompecabezas ordenados como
torres, carritos de madera en plena exhibición sobre unos anaqueles
inalcanzables. Nos acercamos a una de las mesas. Un niño de rostro rectangular
y ojos mesurados dibuja con los crayones. Tenía una camiseta roja debajo del
mandil. Sostenía un crayón verde dando pinceladas magistrales. La burbuja del
niño. La concentración del artista. Los códigos de un mundo que sólo son
conocidos por los de preocupaciones postergadas, por aquellos cuya felicidad se
encuentra en las cosas más cotidianas de la vida, donde la llave a la escala
máxima de la dicha está en el rebotar de un balón, en el sedoso cabello de una
muñeca, en la miel de un helado de fresa.
La señorita Nancy le habla. El niño sale de su mundo. La burbuja se
revienta. El diálogo cesa y el niño sonríe.
-
Esteban, quiero que conozcas a
Rafita. A él también le gusta las Tortugas Ninja. ¿No es así, Rafo?.
El niño asintió sonriente. De pronto,
el aire se hizo menos denso. Me sentí seguro.
-
Ven Esteban, siéntate aquí junto a
él, y dibuja algo que te guste, porque al final de la clase vamos a premiar al
dibujo más bonito, ¿si?.- animó la señorita Nancy.
Me senté a lado de mi nuevo amigo y
dibujamos durante un rato. El tema era obvio: las Tortugas Ninja. Su favorito
era Leonardo: «Es
que él es el líder», me dijo sin titubear. Cruzamos
algunas palabras. Me dijo que a él tampoco le gustaba estar ahí pero como lo
dejaban dibujar podía estar tranquilo. En medio de esa penuria Rafita y yo
formamos una alianza secreta. Era mi aliado, mi compañero, mi escudero en aquél
campo de batalla. Sin embargo, nada parecía turbar su concentración mientras
dibujaba. Demostraba una habilidad inusual para alguien de su edad. Su cabello
flotaba sobre sus parpados aterrizando sobre una nariz llena de pecas. Rafita
movía sus manos de arriba abajo, soltaba el crayón y presionaba con sus
delgados dedos partes estratégicas de su dibujo para darle una textura y
tonalidad diferente. Cada movimiento calculado, memorizado, predeterminado por
la naturaleza de un artista nato.
Siempre me maravilló la forma de como
algunas personas son simplemente perfectas para hacer determinadas cosas. Puede
ser el destino, su código genético, la naturaleza o hasta justicia divina, pero
ahí están: talento puro. Es como si hubieran nacido para eso. Einstein, Borges, Maradona, Jimi Hendrix, y en ese instante fugaz el
pequeño Rafita demostraba que en sus venas corría la sangre de alguien que
había venido a este mundo para destacar, que en la constelación de sus ojos
brillaba una estrella que lo diferenciaría del resto, una estrella que lo
acompañaría siempre. ¿Yo tenía esa estrella?.
La señorita Nancy se puso de pie en
frente de todos los niños. Se presentó hablándonos de manera afable. Al hablar,
acentuaba las vocales moviendo sus labios como la boca de un pez. Luego, caminó
recorriendo el salón a pasos lentos. «Vamos a aprender cosas muy
buenas», repetía martilleando su dedo índice. Después de
su breve discurso dijo: «Bueno niños, ahora vamos a presentarnos, quiero que cada uno de ustedes
diga su nombre». Se fue por un costado y se acercó a
alguien. Era una niña. Una niña bonita. «¿Cómo te llamas mi amor?»,
le dijo. Ella sonríe y con una expresión angelical y graciosa responde: «Valentina».
Al pronunciarlo cerró los ojos elevando ligeramente sus hombros con gracia. La
ternura de la arrogancia. Las formas de un gato rabioso. La niña volteó la
mirada de fuego en señal de rechazo. La señorita Nancy siguió. Todos dijeron su
nombre.
-
Muy bien, ya que ahora todos nos
conocemos, quiero presentarles a alguien muy especial.
En ese momento, una mujer alta, morena
y con peinado estilo afro ingresa cargando un stereo. Era Miss Maggi, la maestra
de inglés. Miss Maggi conjugaba sus lecciones con pintorescas canciones para
niños, las cuales acompañaba con unos quebradizos movimientos de cadera. Vestía
una blusa verde y unos jeans que delineaban casi a la perfección sus
contorneadas piernas. Nos saludó abiertamente y sin más preámbulo inició su
clase. Encendió el stereo, cogió unos carteles blancos con figuras de colores y
empezó a cantar al ritmo de la música. Por un momento parecía distraer mi
temor, adormecerlo con su hipnotizador perfume. «Rojo es red. Azul es blue», nos
decía cantando y moviendo sus carnosos labios pintados con un fuerte labial
rojo. Todos los niños repetían al unísono como animales amaestrados. Volteé a
observarlos. Hasta Rafita parecía entusiasmado, quién al mirarme elevó los
hombros mientras pronunciaba como un perico aquel idioma extraño. Casi sin
darme cuenta, luego de un momento, también yo repetía como un perico ese idioma
extraño. Empecé a sentirme mejor. Miss Maggi levantaba las manos, y todos
enseguida la imitábamos. Un aire de aparente sosiego se deslizaba en el
ambiente, ya no estaba preocupado, más por el contrario parecía casi
disfrutarlo. Luego de un rato sonó una campana. «Vayan al patio niños es hora del recreo».
Todos los niños salieron disparados del
aula. El piso amplio de losetas rojas nos recibía brillando por el primer día.
En un costado, una fila de balones de fútbol, voleyball y basketball esperaban
listos para ser usados. Eran nuevos y de un plástico suave pues aún éramos muy
pequeños para usar balones de cuero. Muchos se acercaron entusiasmados, y uno a
uno fueron siendo llevados hacia distintos lugares del patio. Algunos
prefirieron jugar en los columpios, otros
en el cuadrado de arena, pero los favoritos sin lugar a dudas fueron los
jeeps de guerra. Eran unos autos miniatura que para avanzar uno tenía pedalear
con fuerza y hacerse camino entre los manglares de la selva amazónica. La
señorita Nancy y Miss Maggi tenían que separar a los furiosos niños que se
peleaban por jugar en ellos.
El sol había salido inesperadamente
cálido esa mañana, un aire fresco hacía resonar el movimiento de las hojas y
uno que otro pajarillo silbaba entre las tejas de los techos. Era un buen día
para correr, saltar y sonreír. Pese a ello, Rafita y yo nos quedamos sentados
en una banca de madera color verde en las afueras del aula. El dibujaba y yo miraba
el suelo. Recuerdo que en aquel momento lo único que tenía en mente era a mamá.
Me preguntaba qué estaría haciendo, si estaba pensando en mí, en porqué me había
abandonado en este lugar tan enigmático y aterrador. Sus motivaciones no me resultaban
de lo más claras, y no fue sino hasta un año después, al verla postrada y
convaleciente, que todas las ausencias, llantos silenciosos y frascos en el
buró, tuvieron un justificativo más que evidente: el cáncer vino sin avisar, y
se la llevó lo más rápido que pudo.
De pronto, tuve unos deseos urgentes de
ir al baño. Mi vejiga estaba por reventar, así que me puse en pie y con la
mirada absorta busqué de un lado a otro dónde podría estar el más cercano. Lo
encontré. Al costado izquierdo del patio.
Apresuré los pasos hasta una
puerta en la que se podía ver a un Popeye El Marino extasiado, sentado en un
inodoro celeste (al costado también estaba Olivia en uno de color rosado), pero
justo cuando bordeaba el umbral, un niño seboso y gordiflón me aparta de un
tirón. Caigo intempestivamente. Al parecer no era el único del problema, pues tan
sólo unos segundos después, pude escuchar sus estridentes gemidos
satisfactorios. No importó. No iba a darme por vencido, tenía que achicar la
bomba sí o sí. Por fortuna, mamá me había adiestrado muy bien en el arte de
miccionar. Ya para aquél entonces, dominaba el pequeño colgajito con una
destreza admirable. Era todo un samurái. Lo sujetaba con seguridad, separaba
bien las piernas, y liberaba chorritos graduales en un bacín, inodoro o lo que fuere, dependiendo de
la urgencia. Quizá el único problema
radicaba, en que dada la premura de las circunstancias, la mayoría de veces en
lugar de abrir sólo la bragueta para
extraer de ahí al diminuto compañero, bajaba totalmente los pantalones hasta
las pantorrillas, exponiendo las inocentes nalgas que heredé por genética. Solía
ser hilarante. En cierta manera, esto me
hizo popular con las niñas por algún tiempo.
Cuando disponía pararme, las dos
maestras se acercaron. Hablaban sin cesar, demostrando gran preocupación por mi
estado. Los ojos de Miss Maggi se abrían y cerraban como cortinas, mientras la
señorita Nancy oscultaba entre las ropas
esperando alguna lesión.
-
Está bien, está bien Nancy, don´t
worry ¿ok?.
-
Morena, mira bien aquí.
-
No es nada, a simple scratch, it´s
nothing.
-
Es que tú no entiendes, una
denuncia más y este negocio se va al hoyo.
-
Nadie sabe acerca de los demás
casos, todo estará bien.
-
¿Tú crees?
Sus palabras distrajeron la atención
del cometido. La campana suena y cual ritual memorizado por la costumbre, todos
vuelven al aula. Siento la incorporación. Ambas maestras van por una misma
dirección. Dirijo los pasos hacia toda esa bruma otra vez. Parezco olvidar las ansías,
más aun ahora cuando al ingresar al aula, el ambiente había cambiado en su
totalidad.
Ahora todas las sillas estaban pegadas
a la pared, las mesas repletas de bocadillos y globos multicolor adornaban el
paisaje pintoresco. Los niños entran jubilosos, rodean una inmensa torta de
cumpleaños sobre la cual se ve unas letras delineadas que recitan: “Feliz día Valentina”.
Al voltear, observo a un payaso y dos dalinas haciendo su ingreso a la
celebración. Aquél llevaba puesto una peluca verde fosforescente, unos pantalones estrambóticos y con gestos
histriónicos invitaba a la concurrencia a formar un círculo mientras esperaban
a la agasajada. Nunca me gustaron los payasos. Ciertamente, me causaban pavor. El
sólo hecho de ver sus rostros demoniacos, o escuchar el tono monocorde de su
voz, hacía que los cabellos se me pongan de punta y era víctima de una nerviosa
calamidad. Por supuesto, aquella vez no fue la excepción, pues preso del pánico
procuraba agazaparme entre la muchedumbre para evitar ser visto por ese mercenario
bufón, pero no se pudo.
De un momento a otro la música empieza
a sonar. Es un merengue. Un merengue dulce y empalagoso. Los tambores resuenan,
las trompetas silban y las congas explotan. «Watanegui consup…Yupi pa ti Yupi
pa mi». Es la Banda Blanca y su Sopa de
Caracol. La algarabía se enciende, la concurrencia aplaude en una danza de
sonrisas desbordantes. En medio del círculo, el payaso levanta los brazos extasiado
sacudiendo las caderas al ritmo de la melodía. Sus movimientos zigzagueantes invitan
a bailar, ha capturado la atención, ahora todos lo observan embelesados sin
tomar atención en los alrededores, es mi oportunidad de escapar.
Marco distancia del resto. Busco con
vehemencia algún refugio que me salve. Observando hacia los lados, bordeo las
sillas en un intento de escabullirme asolapado.
Voy despacio, la ruta parece interminable
y el tiempo eterno. Debo encontrarlo, debo escapar, estoy desesperado.
Por alguna razón que hubiera preferido
olvidar, me aterraba la sensación de ser observado por ese endiablado payaso. Por
ello, ser cauteloso era fundamental para escapar de sus truculentas miradas. De
repente, casi sin creerlo, cuando la esperanza parecía desfallecer, una grieta se
abre en el camino: el estante de madera. Me dirijo hacia el.
Pasaron algunos segundos y la
cumpleañera hizo su ingreso. Valentina, el gato rabioso, era una princesa aquél
día y para entrar en personaje, llevaba puesto un vestido rosa muy llamativo,
guantes blancos y una corona de brillantes. Dando saltitos infantiles dio hasta
el centro del salón. El público la ovaciona formando una ronda a su alrededor. Desde
mi ángulo pude ver sus ojos de fuego ametrallando el entorno. Vaya futuro que
le esperaba a la pequeña Valentina. Para desgracia de muchos, con el tiempo
llegaría a ser aun más hermosa, más astuta, y sobre todo más maliciosa. Pero por ahora, en
medio de la gente, ella también empezaba a contornearse al ritmo de la Sopa de Caracol. El payaso no perdió chance
y sin titubear se unió al baile, sin embargo, de un momento se detuvo: «Oigan
caballeros, ¿quién quiere bailar con la cumpleañera?, al mejor bailarín la
daremos un premio muy especial, caballero», silbo con su voz de pito.
Nadie reaccionó. Algo desconcertado insistió
una vez más obteniendo idéntica respuesta. Mientras tanto, a paso lento pero
seguro, casi lograba huir de toda esa desdicha. El estante de madera estaba tan
sólo a un par de metros y ya alcanzaba bordearlo para esconderme seguro. El
camino había sido sinuoso, pues al igual que en una carrera de obstáculos, tuve
que lidiar con diversas trabas para llegar a donde estaba. No obstante, cuando
apenas daba paso a una leve sensación de alivio, la debacle aconteció:
-
¡A ver tú caballero! – dijo el
condenado bufón -. Si tú, no te me escapes, ven aquí baila con la hermosa Valentina.
Sentí un vuelvo en el corazón. Me quedé
inmóvil. Un aire gélido atraviesa mi pecho clavándome los pies al piso. Estaba
absorto, abrumado, desamparado. Debo confesar que aquél atrevimiento me cogió completamente
desprevenido. Desorientado. La concurrencia saluda la iniciativa del payaso, y
la acompaña con fervientes palmas que apenas logro escuchar. A partir de
entonces, todo se volvió confuso para mí.
Recuerdo que en algún instante fui
llevado hacia Valentina. Recuerdo
también no haber bailado ni siquiera un poco. Estaba mareado. No podía captar
sonidos. Todo era más lento y silencioso. Por algún motivo sólo podía ver los
movimientos vocales de los niños que me rodeaban. Sus risas burlonas, el
escarnio de sus miradas, volcaron en mi semblante un nerviosismo implacable, el
cual se evidenció con aquella humedad creciente y amarillenta que ahora
chorreaba entre mis piernas. Para ese entonces, ya con los ojos llorosos, lo
único que alcancé a descifrar claramente, fueron las palabras del aquél niño
gordiflón que hacía un momento me había empujado en el patio del jardín: «¡Señorita
Nancy!, ese niño se meó». Pero Nancy no volteó, no se acercó, ni siquiera se
inmutó.
Baje la mirada en un llanto de
desconsuelo. No sabía qué hacer o a dónde ir. Nadie podría salvarme ahora. Con
los pantalones mojados y los ánimos deshechos, me sentí aun más pequeño de lo
que era en ese momento.
Y entonces, algo insólito sucedió. Alguien
me sujeta fuerte y me aferra a sus brazos. Alguien que atravesó toda esa gente
para salvarme sin que yo pudiera notarlo. Alguien que supo estar en el
lugar y tiempo exactos. Me desespero. Confundido trato de zafarme a lo que ella
contesta: «Tranquilo corazón, es mamá….es mamá». Y era cierto, pues las
esmeraldas en sus ojos lo confirmaron para mí.