domingo, 13 de diciembre de 2009

EL HELADO DE FRESA - CUENTO




Al igual que todos los sábados de aquel verano del 92, la familia Ferrary Aleman fue a disfrutar de un fin de semana rutinario en las instalaciones del Golf and Country Club en el Distrito de Víctor Larco. “Rutinario” en el contexto ostentoso en el que desarrollaban sus glamorosas vidas. Formaban parte de aquella clase social alta de Trujillo - tan restringida y reducida a la vez - ciudad en dónde todos se conocían, a pesar de experimentar una expansión urbana constante, el número de familias que gozaban de solvencia económica de magnitudes considerables, era menor a lo que uno pudiera contar con los dedos; familias como los Ganoza, los Pinillos, los Orbegoso, los Mannucci, los Salaverry, entre sus principales exponentes, sin olvidar por supuesto a los Ferrary, cuyo apellido implicaba una connotación inmediata relacionada con los Bancos. Prácticamente todo su árbol genealógico se había dedicado a la actividad bancaria o se ha había visto vinculado de alguna manera con la misma. A los Ferrary que habían centrado su inversión en la compra de acciones del Banco Internacional de Finanzas, no les bastaba con el simple hecho de intermediar dinero, para luego chupar truculentamente hasta la última gota de liquidez en el bolsillo de las personas a través de las altísimas tasas de interés, sino que cumplían con extrema rigidez aquel aforismo financiero muy conocido: “el Banco nunca pierde”, ampliando de tal forma sus venenosos tentáculos comerciales a actividades alternas como servicios de corretaje, aseguradoras y arrendamientos financieros. Todo ello entre las maniobras legales para mantener a flote el ostentoso estilo de vida que debían solventar y la obligación implacable de conservar su pedantería a toda costa.
La telaraña generacional de los Ferrary fue creciendo a través del tiempo, dejando entre sus filas a banqueros, arquitectos, abogados, como sus “mejores” exponentes, cuyos rostros siempre figuraban entre las fotos de la sección social de todas las revistas; en los campeonatos de tenis, los luhaos, las fiestas del perol, la noche de campeonas de marinera, en todas las reuniones más exclusivas, hasta cagando en un pozo ciego si era posible, pero siempre con sus sonrisas blanquecinas de porcelana dispuestas a recibir cada flash en todos los ángulos posibles.
Sin embargo, como sucede hasta en las mejores familias, existían ciertos asuntos que los Ferrary preferían mantener en extrema confidencialidad, olvidados en el más viejo de los baúles, hundidos en el más profundo de los mares: la raíz principal de su fortuna. Ello nos sitúa indefectiblemente en el sótano más subterráneo de su calamidad, en aquello que los hacía inmensamente ricos en el Perú, pero moralmente pobres en espíritu, aquello que los obligaba a voltear la cara, a esconder el rostro con la cobarde mano extendida. Aquel delito suele llamarse lavado de dinero.
El nuevo heredero de este imperio de falsificación era Carlos Ferrary Sevillano, “Charlie Brown” para sus amigos. Abogado de la prestigiosa Universidad de Lima, astuto, inteligente y manipulador, cuyos cimientos de moralidad resultado de su formación profesional, habían decaído hacía ya mucho tiempo en sus recientes treinta y seis años, eximiéndolo de aquella clásica imagen de abogado de escritorio dedicado a resolver problemas legales de las empresas, para ubicarlo en un transfondo mucho más sórdido como jefe de una organización delictiva cuyo fin único era la elaboración y distribución de billetes falsos en todo el Perú y el extranjero. Contaba con capital logístico y humano suficiente, donde a través de sus filiales ubicadas en varias ciudades del país, fabricaba los billetes casi con un acabado perfecto, imitando la marca de agua, cintillos de seguridad y hasta inclusive las microimpresiones imposibles de falsificar, utilizando para ello una serie de modernos programas de diseño e impresoras de última generación. Estaban a punto de concretar un business con un traficante colombiano por la “ínfima” cantidad de diez millones de dólares, para lo cual sus burries ya se encontraban en pleno proceso de elaboración de la mercancía. Sin embargo en esta oportunidad debían ser extremadamente cautelosos, pues el Servicio de Inteligencia de los Estados Unidos se encontraba en localidad de Putumayo en la frontera con Colombia, y según se decía varios de sus colegas ya habían sido atrapados.

Pero claro, nadie debía enterarse de eso y de nada sobre los Ferrary, de nada al igual que de las infidelidades conyugales, las disputas judiciales por herencias, el anarquismo familiar y de los muchos escándalos sociales de las cuales eran protagonistas. Terminaban agazapados entre las blancas paredes de sus lujosas residencias en la urbanización el Golf, atorados en su vergüenza, tratando de mantener incólume la imagen de una familia que de feliz, no tenía ni la falsa apariencia.

Todo esa marea de escándalos transcurrió a través de los años, repitiéndose una y otra vez, generación tras generación hasta llegar al pequeño Mateo Ferrary, o “Teo” como le dijo su madre por primera vez aquél cálido sábado de verano, mientras el pequeño ángel deslizaba su mirada entre las diáfanas aguas de la piscina del Golf and Country Club, siempre ingenuo, siempre distante, siempre tardío. «Ya vengo my little Darling, be careful okey Teo?», le dijo su madre apretando sus colorados cachetitos con vehemencia y se alejó con sus amigas directo al lujoso spa del club. Charlie su padre, bebía un Jack Daniels con un par de compañeros de trabajo, cerca de la piscina donde se encontraba. Reían fuertemente, celebrando cada una de las hazañas sexuales que habían logrado durante la semana.

- ¿Qué en el taxi te lo cogió? – dijo el Dr. Ferrary en medio de su estupor.
- Así es mi querido Charlie, y como te imaginarás yo ya me había alucinado de que por fin a mis cuarenta y cinco años iban a sacarme el corcho del champagne por primera vez. – acotó el intelectualísimo Dr. Santiago Medrano, quién por dedicar su vida labrando demasiado en las parcelas del conocimiento, había descuidado completamente el desarrollo de su libido.
- ¿Y qué pasó?, ¿no lo hicieron ….ahí verdad?. – dijo dubitativo Alberto Salaverry alias el “Beto Salaverry”, amigo de la infancia de Charlie y ahora compañero de trabajo.
- Bu-bue-bueno…yo…
- ¿Qué?
- Bueno digamos que “aterricé” muy temprano.
- ¿Qué diablos?

Justo cuando el Dr. Medrano trataba de salvar su honor en el coloquio, Valeria de Ferrary caminaba con dos de sus treintonas amigas hacia su marido. Aquel ambiente del club estaba lleno de mesas blancas acompañadas por grandes sombrillas del mismo color, lo cual le otorgaba un tono glamoroso y muy atractivo al lugar. Al frente de ellas estaba la piscina, la cual se encontraba dividida en dos ambientes. Uno donde los niños podían chapotear tranquilos pisando aún la superficie y el otro más hondo, en el que para estar ahí, se debía necesariamente saber nadar. «Chorando se foi quem um dia só me fez chorar…» se escuchaban las primeras líneas de la melodía de Lambada, aquella rítmica canción que lanzó al estrellato a la agrupación brasilera Kaoma por el año 1989, sin avizorar que unos meses después se verían inmersos en gigantescos problemas legales con muchos musicólogos bolivianos que aducían que dicha creación artística era un género musical boliviano cuya autoría le pertenecía a Los Kjarkas. Valeria se acercó a ellos interrumpiendo la cháchara varonil. Charlie y sus compas enmudecieron por obvias razones. «Sweetheart, keep an eye on him please?», le dijo en un tono anglosajón casi infantil. El Dr. Ferrary volteó hacia la piscina y entre el humo de su Dunhill pudo divisar a su menor hijo sentado en las gradas de ésta. Asintió con la mirada asumiendo displicentemente la carga del cuidado de Teo, quién – se debe dejar en claro ya – no era su favorito.

¿Qué era esa luz en sus ojos?, ¿era acaso el reflejo del sol sobre aquellas aguas?, ¿y esa sonrisa de dónde salió?. Era una ligera brisa de júbilo que invadía los ánimos del pequeño Teo. Algo muy extraño en él, pues siempre se mostraba distraído de lo que acontecía en su entorno, indiferente, ajeno, podía pasar el fin del mundo al frente suyo pero él ni enterado. Prefería permanecer en su propio mundo, uno con sus propios héroes y villanos, con sus propios dragones y princesas, dónde podría luchar contra el más desaforado ejercito de Destructor junto a sus fieles compañeros Leonardo, Michelangelo, Donatello y Raphael (las Tortugas Ninja), y con el maestro Splinter poder liberar April O´neil de las adversidades que la afligían.. Quizá esa pequeña sonrisa se debía a que estaba apunto de iniciar por primera vez en el Fleming College, acababa de cumplir seis años hacía una semana y ya era tiempo de ir a la escuela. Esto lo hacía sentirse prematuramente grande, fuerte, valeroso, capaz de enfrentarse hasta al mounstro más tenebroso que habitaba en la oscuridad de su closet cuando mamá apagaba las luces para dormir. Apretaba sus puños con furia infantil sintiéndose capaz de nadar por todo el perímetro de la piscina y no quedarse simplemente sentado, desolado y pusilámine, como todas las veces mientras los demás niños pasaban el tiempo de sus vidas. Pero no, aquella chispa de jovialidad no era por eso.

Ángela lo observaba con cierta curiosidad mientras su madre peinaba sus ensortijados cabellos castaños. No era la primera vez que veía a ese niño, ni mucho menos era la primera vez que lo veía sentado en ese mismo lugar y con esa misma ridícula bermuda con figurillas de esos horribles mutantes verdes. Vestía una ropa de baño color lila con unas sandalias rosadas con el rostro de Barbie. Sus ojos se distraían en cada movimiento de Teo. Se preguntaba en porqué él no iba a jugar con todos los demás niños que saltaban, nadaban y hasta gritaban eufóricamente en la piscina. Lo sintió desolado y triste y con una mirada lúgubre sintió pena por él.
«Él es Teo Ferrary, ¿lo recuerdas?, fueron juntos al kinder», le dijo su madre adivinando sus pensamientos. «¿Por qué no vas y juegas con él?, va a estudiar contigo en el colegio, así que es tiempo de que vayan siendo amigos». La pequeña volteó la mirada hacia su madre dudando por unos segundos, pero finalmente asintió con un leve temor y dirigió sus pasos hasta donde estaba el niño.
Nadhia Leonetti, dio largo suspiro mientras veía a su hija alejarse de su presencia. Aún se encontraba turbada por la culminación de su escabroso matrimonio. Pues al principio como toda flamante novia y primeriza, lo había idealizado demasiado. Hacía apenas unos años, aún formada parte de la élite pituca en la sociedad limeña, hacía apenas unos años aún gozaba de una vida social activísima, codeándose con las familias más rich and nice de aquella paradisíaca isla llamada San Isidro, hacía apenas unos años aún podía respirar con sumo embeleso de la envidia que atoraba la garganta de todas sus amigas cuando la veían pasar con su “galante” esposo. Fue “gracias” a esa misma envidia que pudo dejar caer la venda de sus ojos sobre su acomodado matrimonio, cuando halló a una de sus mejores amigas encima de Miguel traicionándola en su mismo lecho matrimonial. Aquella inescrupulosa escena, lejos de hacerla reaccionar para bien, fue el declive que la insertó por mucho tiempo en un loco carrusel de infidelidades. Se convirtió en un ser de aura sórdida, donde su matrimonio en lugar de ser un impedimento para sus encuentros casuales con sus nuevos amantes, se tornó en un facilitador. Pues ahora no sólo era Miguel el que llegaba tarde a casa, sino que era ella la que llegaba al amanecer. El amor y el sexo para Nadhia, eran un híbrido, o hasta casi lo mismo. Todo era cuestión de una mirada, una llamada o un beso.
Pero así como el ciclo natural de las cosas, todos regresan al inicio. Las esencias siempre vuelven. Cansada de la doble vida que llevaba, le pidió el divorcio a Miguel, quien obviamente aceptó sin el menor cuestionamiento. Optaron por un divorcio convencional, no hacía falta pelear por cuestiones patrimoniales porque ambos gozaban de solvencia económica. La única preocupación sin embargo, fue Ángela, que para aquel entonces tenía tan sólo cuatro años. Nadhia propuso quedarse con la niña y juntas ir a vivir a Trujillo con sus padres, quienes administraban una cadena de hoteles y les iba muy bien económicamente. Miguel se opuso de forma categórica desde el principio, pero al ver la aflicción de su ex esposa, la marea de chismes y comentarios que rondaban acerca de ellos en sus círculos sociales, al final tuvo que aceptarlo. Así fue como Nadhia llegó a formar parte de la comunidad pequeño burguesa del barrio del Golf, que a diferencia de la segmentada jungla de San Isidro, aquella parecía ser un simple jardín lleno de desubicados.
Sus ojos se adormitaron y chasqueó su boca con un gesto negativo. Volvió a hundirse en su desolación. Tanto tiempo perdido por un maldito bellaco, pensó. Sus estudios de arte en Francia, su viaje a Barcelona, su master en la Sorbona, la apertura de su propia galería de arte moderno y otros tantos proyectos que tuvo que dejar de lado para dar prioridad a un sueño distinto: su matrimonio. Ahora, luego de aquella odisea apocalíptica, su frustración la hacía sentir profundamente estafada. La palabra “matrimonio” ahora tenía una connotación completamente distinta, pues no era más que un estúpido mecanismo auto-sugestivo para no concretar ninguna meta. Era una gran estafa, una cruel mentira para débiles mentales. Dio otro largo suspiro volteando la mirada hacia donde estaba Charlie, quién haciendo gala de sus dotes de seductor, la saludó sin aun conocerla. Nadhia contestó el saludo. Para aquel entonces, ni siquiera imaginaba que apenas unos meses después, se convertiría en la amante del Dr. Ferrary, y que dicho affair sería la última estocada que acabaría de una vez por todas con el matrimonio de Charlie. Quizá de haberlo sabido, tal vez nunca se habría aparecido en el club aquel día.

La sintió acercarse. Trémulo levantó su mirada tenue y la vio sentarse junto a él. Estaba feliz, aquellos ojos color miel lo cautivaron de inmediato. Era la niña que vivía al frente de su casa. Teo la había visto muchas veces pero nunca tan de cerca. Tuvo una sensación de dejá vu, de haber visto antes ese tierno rostro, en otra vida, en otro sueño. Una creciente bruma emocional iba surgiendo llenándolo de paz. Ángela sonrió. Él bajo la mirada con timidez juntando la comisura de sus labios en una sonrisa.

- Hola…
- Hola.
- Soy Ángela – le dijo y volvió a sonreír.
- Ma-Ma-Mateo. Mateo Ferrary.
- Hola Mateo Ferrary, ¿todo bien?, ¿por qué no estás nadando?
- Si. Bueno… lo que pasa es que… - enmudeció. No supo qué decirle. No quería sonar como un tonto, ni mucho menos como un cobarde.
- ¿Lo que pasa es qué?
- Lo que pasa es que estoy esperando a mi hermano Iván.
- Mmmm – asintió.

Se miraron fijamente en un silencio que lo dijo todo. Una brecha se había abierto en el tiempo, en un camino donde volverían a encontrarse en otras circunstancias. Ahora veía sus labios, tan rojos y sublimes que no cambiarían nunca, ni mucho menos aquella noche donde los besaría por primera vez al final de su fiesta de promoción, bajo el morado cielo que cubría todo el Golf and Country Club, a la cual Ángela había aceptado ir con él de manera sorpresiva, luego de su pelea con Jack Casablanca. Con un suave viento en su rostro los sintió juntarse a los suyos, cerrando uno de aquellos momentos que uno guarda en un baúl para contárselo a los nietos. Por ahora sin embargo, la inocencia tenía un mayor peso que la pasión.

El obeso hermano mayor de Teo, Iván, corría bruscamente hacía la piscina. Sus gruesos pasos sonaban como la huida de una manada de osos en el bosque. Sus cebos iban en un cómico vaivén de arriba, abajo, derecha e izquierda. Llevaba una bermuda azul con rayas amarrillas. Dio un salto triunfador gritando: «¡¡fueraaa abajooo!!», y cayó fuerte sobre el agua como una bala de cañón. Varios chorros de agua salpicaron sobre Teo y Ángela, rompiendo el mágico hechizo que los mantenía alejados de la realidad. Se sacudió cual perro bajo la lluvia y clavó los ojos sobre los dos. Luego, fijándose en su hermano le dijo con una voz de caricatura: «Para variar estás sentado aquí, tonto», refiriéndose a las gradas de la piscina, donde estaban los niños que no sabían nadar. Mientras se alejaba nadando hacia la parte más honda, Iván pensaba con repugnancia en qué hacía su hermano con una niña, pues para él así como para muchos niños de su edad, las niñas eran como un virus, una plaga, una bacteria. Nunca se había llevado bien con su hermano menor, por el contrario, la mayoría del tiempo lo aborrecía. Disfrutaba mucho burlarse de él, por su torpeza, por la timidez que lo embargaba frente a situaciones nuevas como jugar al fútbol, las clases de karate, las fiestas de cumpleaños, o inclusive nadar en la piscina más honda del club. Lo señalaba con su mantecoso dedo índice y soltaba una larga carcajada que parecía no tener fin. Pese a ello, en esta ocasión en particular, dado las circunstancias, prefirió ignorarlo.
Los que no hicieron eso sin embargo, fueron los dos bandidos que vigilaban sigilosamente cada pestañeo de Teo desde una esquina. Jack Casablanca y el Oso Pérez. El primero de ellos era el hijo de un empresario de descendencia norteamericana. Rubio y menudito, pero muy malicioso, planeaba con su cómplice dar el susto de su vida al odioso niño Ferrary: «¿Qué se ha creído ese imbécil al hablarle a mi princesa?», dijo con sus ojos llenos de furia al Oso, quién dando el punto de partida para su vil fechoría respondió: «¡¡vamos a darle el susto de su vida a esa mariquita!!». Simulando naturalidad se acercaron hasta Teo, y luego de abrazarlo en cada hombro lo alejaron de las gradas donde estaba sentado. Teo cándido como siempre, se distrajo con las palabras de sus nuevos “amigos” y se dejó guiar por el agua hasta muy cerca del abismo de la parte honda piscina.

- Nosotros formamos parte del Club de los Chicos Rudos. Sólo los más valientes pertenecen a nuestro club, ¿no es así Oso? – dijo Jack Casablanca guiñando el ojo a su compadre de travesuras. El Oso no captó la artimaña de inmediato, era algo tonto.
- A si, si – asintió bruscamente en mitad de una sonrisa hipocritona. Qué dices Ferrary, ¿quieres estar en nuestro club? – silabeó moviendo sus cachetes regordetes y guiñando el ojo de vuelta a Casablanca.
- Bueno yo…
- ¡Perfecto! – interrumpió Jack, y chasqueando sus dedos para captar la atención de Teo sentenció –: entonces tienes pasar la prueba de admisión. Oso, por favor dile al chico Ferrary en qué consiste la prueba de admisión.
- ¿La prueba de qué?
- De ad-mi-sión – dijo Jack apretando los labios mientras movía sugestivamente su cabeza hacia un costado. Hacia la parte honda de la piscina. Teo escuchaba en silencio.
- Ahhhh, ¡la prueba de admisión!, claro, claro. Cómo olvidarlo, jeje, lo que sucede es que no hemos recibido nuevos integrantes últimamente. Tu sabes, capacidad limitada – enmudeció.
- ¿Y bien Oso?.
- Ah, si bueno mira, lo que tienes que hacer es bien simple. Sólo tienes que nadar desde aquí hasta el final de la piscina, ida y vuelta.
- ¿Desde aquí hasta el final de la piscina ida y vuelta? – dijo Teo con temor.
- Claro Ferrary. Es fácil, o qué, ¿tienes miedo?
- ¿Acaso eres una mariquita Ferrary? – lo retó Jack Casablanca.

Teo lo pensó por unos segundos. Aquel último cuestionamiento dibujó en su mente una de las innumerables veces en que Iván se reía de él a sus expensas. Recordó el seboso dedo índice de su hermano. Lo que más le atemorizaba era que no sabía nadar. Estaban parados justamente en la intersección de la parte mediana y la parte honda de la piscina. Entre el cielo y el infierno. Por otro lado, era una gran oportunidad para tener nuevos amigos, formar parte del Club de los Rudos y sobre todo, era una grandísima oportunidad para que Ángela se diera cuenta de que él era valiente. Apretó sus puños con furia y dijo con seguridad aceptando su destino: «Está bien. Lo haré». Los bandidos rieron como hienas salvajes. Su malévolo plan parecía dar resultado. Y aunque sus intenciones eran sólo las de asustar a Teo, no avizoraron la posible calamidad que podían producir.
El chico Ferrary empezó a bracear y patalear torpemente. El agua salpicaba por todos lados. No tenía ni la mínima idea de lo que estaba haciendo. No obstante, avanzaba despacio sobre las aguas de la piscina. Sus detractores observaban con suma atención cada uno de sus movimientos, gestos y respiraciones. Fuera de todo pronóstico, Teo parecía abrirse camino sobre aquellas aguas de manera lenta pero segura. Todo parecía ir bien. Sin embargo, un temor enclaustrable se apoderó poco a poco de sus extremidades. Su respiración se volvió cada vez más brusca y entrecortada. Inhalaba y exhalaba y no parecía ver el final. Pensó en Ángela. Empezó a desesperarse. Ya cuando casi alcanzaba la mitad de aquel abismo de agua, se sintió muy cansado. Ya no podía más, se detuvo. Sintió cómo se apretaba su estómago cuando intentaba respirar. Buscó inútilmente pisar el suelo de la piscina para descansar pero era demasiado profundo. Tragó varios sorbos de agua. Sintió el cloro en su nariz, en su boca. Cada vez se hundía más. Al verse rodeado en su desesperación chilló: «¡¡¡Ayúdenme!!!, por favor ¡¡¡ayúdenme!!!, ¡¡me ahogo!!». Soltó lágrimas de desesperación mientras gritaba por su vida una y otra vez. Jack Casablanca y el Oso Pérez estaban blancos del susto. «¿Oso qué hacemos?, Teo se ahoga» dijo volteando hacia su compinche, quién huyó gritando cobardemente algo que no pudo entender. «Mierda, nos jodimos», pensó Casablanca y también corrió hacia su mamá como una niña. Pese a todo, Ángela había visto toda la escena desde las gradas de la piscina y corrió hacia donde estaba el Dr. Ferrary y sus compas.

- ¿Así que la francesa caliente no?, ja, ja, ja, no jodas, ¿así te dijo que se llamaba? – dijo el Dr. Medrano continuando la morbosa tertulia
- No pues Santiago. Así me dijo que le decían. Pero su nombre de “batalla” era Scarlet.
- Guao… provecho Charlie – dijo Beto Salaverry y con una ligera pausa continuó –: pero dime una cosita hermano, ¿vino con o sin?
- “¿Con o sin?”, ¿con o sin qué?.
- ¿Cómo que con o sin qué?. Con o sin “sorpresa” pues Charlie, qué más.
- ¿Qué?, ¿cómo con o sin sorpresa?
- Si ha venido con presa o no, cojudo.
- Ja, ja, ja.
Ángela cruzó entre el humo de los cigarrillos y el humor a alcohol. La conversación se interrumpió de inmediato, todos la observaron. Sólo basto que cogiera del brazo de Charlie y señalara hacia la piscina para que se desatara el escándalo.
- Charlie, ¿ese no es tu hijo?.
- ¿Dónde?
- Ese de allá, parece que se está ahogando.
- ¡Carajo, Teo! – dijo el Dr. Ferrary parándose bruscamente de su silla.

Charlie corrió como un guepardo hacia la piscina chocando con mozos, niños, sillas, y un cúmulo de gente que estaba en todo ese ambiente del club. La adrenalina circulaba por todo su cuerpo cerrando sus pensamientos en salvar a su hijo de la muerte. Chocó con un mozo que llevaba un ronda de seis pisco sours a una mesa muy alegre que celebraba la llegaba de sus bebidas. El mozo cayó rodando en el suelo y sobre él, todo el pisco desperdiciado. Mucha gente gritaba. Charlie dio un clavado olímpico en la piscina con la ropa que tenía puesta. Braceó con fuerza y desesperación. Cogió a Teo de un brazo y luego lo abrazó completamente. Jaló de su cuerpo con fuerza y nadó hasta sacarlo de la piscina. Lo cargó entre sus brazos y lo sentó en las gradas. Mucha gente se acumuló para presenciar la escena. Teo estaba hecho un mar de lágrimas. Sus sollozos eran largos y profundos. Lloraba despacio, sin hacer mayor escándalo, como el niño que era. Era un llanto de decepción, consigo mismo, con el mundo. Una frustración invadía sus pensamientos. Pensaba en que había hecho el ridículo de su vida, pues no sólo había quedado como un tonto frente a la niña que le gustaba, sino frente a todo el club y frente a sus “amigos” del Club de los Rudos, al que según creía, no podría pertenecer jamás. Iván corrió hacia el lugar pero esta vez evitó burlarse. Ángela lo observaba desde lejos muy gris, mientras una lágrima se deslizaba lentamente sobre su rostro. De pronto entre el tumulto apareció la madre de Teo, Valeria, aun con la mascarilla de barro en el rostro que le habían aplicado en el Spa. Al enterarse de lo sucedido se desmayó diciendo: «Ohhh myyy, Ohhh myyy……¡¡¡ Oh my Goshhh!!!», y cayó al suelo como un saco de papas. Nadie se preocupó en levantarla. Charlie consolaba a su hijo sobándole la espalda con la palma de su mano. Observaba las húmedas pestañas de su hijo menor, sus párpados colorados, sus pómulos hinchados. A pesar de que no era su preferido, le dolía ver a Teo así. Sólo había una cosa por hacer. «Ven hijo, vamos».

Y entonces lo recordó. Tomó de la mano de su padre dejando atrás toda la melancolía de lo acontecido. Sus labios se abrieron poco a poco formando una sonrisa inesperada. Ahí estaba otra vez, la chispa de jovialidad en Teo había regresado. Ahora podía sentirlo más que nunca antes. Porque era siempre así, no necesitaba mucho para ser completamente feliz. Pues es en las cosas más cotidianas de la vida, donde se encuentra la escala máxima de la dicha. La felicidad plena no es sin embargo, algo que se pueda tocar como el dinero, sino que es algo que se vive, que siente en el corazón. Es casi una idealización, pero puede venir de algo tan simple como una sonrisa, una canción o un helado de fresa. A Dios gracias que tampoco es permanente, sino que esos grados máximos de bienestar son temporales, y lo suficientemente efímeros como para darle sentido a la vida. «Dos helados por favor, uno de fresa y uno de chocolate», dijo el Dr. Ferrary a la camarera mientras Teo apoyaba sus manitos en el vidrio empañado del mostrador. Era esa parcela de cotidianidad suficiente para superar cualquier adversidad. Lo había notado desde un principio cuando deslizaba su mirada en las diáfanas aguas de la piscina del club. Desde que supo que era sábado y comería su helado favorito. Supo que ese día sería feliz, sin importar lo que pasara, sería feliz.
No podía dejarse abatir, pues sabía que su vida sería tan buena, en la medida de que generara recuerdos buenos para recordarla. Así, con el cono entre sus manos, deleitaba su paladar saboreando su helado de fresa, tan natural, tan casero que podía sentir la pepitas de las fresas cuando lo comía. Nada ni nadie podía frustrar ese momento. Nadie excepto Iván. Mientras caminaban hacia el auto, al igual que Teo, Iván iba comiendo su helado de chocolate. Su hermano menor lo seguía por detrás muy despacio para no botar su helado. « ¡Mateo apúrate que mi papá ya nos deja!», le dijo esperando que pasara delante de él, para luego poner su pie para que tropezara. Todo fue muy rápido y muy lento a la vez. Teo tambaleó pero no cayó. Lo que si cayó al suelo fue su helado de fresa. El pequeño observó lentamente cómo caía esa cremosa bola rosada al suelo. Iván bajo la mirada con satisfacción. Estaba a punto de reventar a reír. Teo sintió una creciente humedad en sus ojos. Al parecer su felicidad se había opacado con ciertos tonos grises. Volteó la mirada hacia su hermano quién ya empezaba a señalarlo con su seboso dedo índice dispuesto a burlarse de él. No podía dejarse derrotar. Apretó sus puños con fuerza y volvió a mirar su helado. Y así con suma inmediatez, se puso de rodillas y rápidamente recogió helado volviéndolo a poner de vuelta a su cono. Luego, caminó con naturalidad, como si nada hubiera pasado. Iván enmudeció por la reacción de su hermano. Nada evitaría que ese día fuera feliz.



CHRISTIAN DAVID FHON TRIGOSO

1 comentario:

Anónimo dijo...

no termine de leer y esq el solo titulo de el cuento me llevo a saber que algo de el niño era tuyo ohhh tu helado de fresa, tu y tu fresa, por lo visto uno nunca cambia, y tus copas de helado en el club con tu padre y tus fresas pero hey controlate los helados aun en invierno pueden hacer mal