CAPÍTULO II: EL CAMINO SE HACE AL ANDAR, PERO…
ESCOGE EL CAMINO CORRECTO
(Mi primera experiencia en un estudio musical)
Siempre quise grabar en un estudio. Dejar una evidencia material de mis composiciones. Pero el sólo hecho de imaginarlo me aterraba y sobre todo, me parecía demasiado complicado concretarlo. Por diversas razones.
Sin embargo, hace poco más de un
año y casi de manera impensada, dicho anhelo se tornó en una obstinación para
mí. Estaba decidido a lograrlo. Era lo único en que pensaba durante las dos
horas de viaje de retorno a casa después del trabajo. Quería justificar el buen
sueldo que me pagaban, haciendo con ese dinero algo que sustancialmente llenara
mis expectativas. Pero ¿cómo hacerlo?, no conocía a nadie que se dedicara a la
industria de la música, no de manera profesional, es decir. Menos aun en la
ciudad en la que vivía en aquel tiempo, que al no ser la capital, las opciones
se reducían de forma categórica, haciéndolas casi nulas. Pero con lo testarudo
que soy, alguna alternativa iba a encontrar.
Fue así que luego de cavilarlo
durante un rato, me puse en contacto con un gran amigo, Félix Zapata, músico
también, y quien además junto con su banda ya habían publicado algún material
en el pasado. «Hasta que por fin
te animaste, viejo» dijo Félix, entusiasmado. Y es que era cierto,
llevaba quince años componiendo canciones, plasmando experiencias de vida entre
notas musicales, tratando de trascender un poco más allá de la rutina, pero
nunca reuní el valor suficiente como para grabarlas en un estudio profesional.
Suena extraño pero, si antes cantar frente al público me resultaba en demasía complicado,
imagínense someter mis composiciones al escrutinio de un productor musical, que
no sólo tendría que estructurar mejor las canciones, sino que además
interpretarlas, desmenuzarlas y hasta incluso modificar algunos aspectos
sustanciales en ellas. En concreto, tendrían que “meterle mano” a mis
canciones. Toda esa “intromisión” para
mí era equiparable como visitar al gastroenterólogo por primera vez para una “satisfactoria”
endoscopia.
Creo que no está de más decirlo, pero de aquí
en adelante - salvo las alusiones ya acotadas -, utilizaré nombres ficticios
para relatar este capítulo de la historia. Uno nunca sabe lo que puede pasar en
el futuro.
Y bien, por tratarse de mi primera experiencia
de grabación profesional, el buen Félix recomendó acudir al estudio musical
“X”, cuya propiedad le correspondía al empresario, Carlos Moreno, quien
trabajaba con el ingeniero de sonido y productor, Jorge Bocanegra. Éste último
resaltaba por haber desarrollado todo el tema de sonido en algunos de los
conciertos que tuvo Gianmarco en su última gira por Perú. Apunté la dirección y
el número de teléfono y de inmediato me puse en contacto con el dueño. La cita
se pactó para el sábado de aquella semana a las cuatro de la tarde. Aún recuerdo
mi entusiasmo, apenas era jueves cuando
establecí comunicación con el estudio y las manos ya me sudaban por el nerviosismo.
El sueño que había anhelado concretar durante prácticamente toda la vida,
estaba a punto de materializarse. Y lo mejor de todo, es que sería a mi propio
pulso, o al menos eso parecía en un primer momento.
Llegué puntual a la cita (diez minutos de
anticipación) y esperé afuera del lugar abarrotado por la ansiedad. Al principio
pensé haberme equivocado de dirección por cuanto la fachada parecía cualquier
cosa menos un estudio de grabación: paredes despintadas, puerta de fierros
oxidados y la calle sórdida llena de tierra y mugre. Pasaron algunos minutos sin
novedad. El dueño no llegaba y empezaba a impacientarme. En algún instante resolví
que mi crispación era producto de la excitación que me albergaba, empero al
revisar el reloj, el tipo llevaba más de treinta minutos de retraso. Marqué su
celular, nada. Dispuse esperar hasta que se cumpla una hora. Si no llegaba en
ese tramo, pegaría la vuelta a casa. Y fue justo antes de cumplirse la hora y
luego de casi diez llamadas perdidas, avizoro un Toyota Yaris parquearse
intempestivo en el sardinel. Del vehículo bajó un sujeto alto y obeso que
vestía camisa fosforescente y gafas ray ban estilo aviador. Era Carlos, el
propietario del estudio. Enseguida, se apresuró en disculparse con clichés
complacientes y excesivos. Mencionó que su imprudencia obedecía al hecho de que
además se dedicaba al rubro de gastronomía y que esa misma tarde tuvo que
atender una importante recepción en su restaurante. No entraré en más detalles
al respecto.
Ingresamos a lo que aparentaba ser una sala de
reuniones, donde conversamos prolijamente sobre el proyecto. En cristiano, lo que deseaba era algo simple
pero a su vez significativo. Sonido acústico, para lo cual propuse la
utilización de dos guitarras, cada una de ellas para una labor específica, líneas de bajo que serían proporcionadas por las
mismas guitarras y percusión suave, quizá asistidos por algunos shakers, pero nada más que eso. Es
decir, íbamos a omitir servirnos de instrumentos eléctricos o percusiones
fuertes. Sabido es que la música no tiene límites, sin embargo para dar inicio,
creí conveniente establecer un punto de partida básico sobre el cual trabajar. De
ahí para adelante, prepararía mi cabeza para recibir las sugerencias del
productor.
Algo curioso de esta última charla, sucedió
cuando Carlos me interrumpió con brusquedad antes de que terminara de hablar, para
dar rienda suelta a una verborrea pormenorizada y agotadora acerca de las
bondades del estudio, la calidad técnica no sólo de las instalaciones sino también
del personal a cargo. Recalcó en infinidad de veces, que saldría más que
satisfecho con el trabajo que realizarían y que dejara en sus manos el futuro
del proyecto. «Voy a hacer que seas el próximo Gianmarco», espetó literal con
cierto tufillo de soberbia. Al escucharlo, opté por no tomar mayor importancia
al autobombo, pues era el comportamiento natural de alquien que le urgía cerrar
un negocio. Con el tiempo internalicé, que quizá prestar mayor atención al
trasfondo de sus palabras hubiera resultado útil.
Y bueno, establecimos un acuerdo económico por
canción grabada para luego dirigirnos hacía a la sala de grabación. Vaya acida
escena que me salpicó la cara. Todas las expectativas que generaron las
palabras de Carlos, se vieron destruidas como un cristal aplastado por un
bloqueo de concreto. De pronto, me hallé inmerso en un cementerio de
instrumentos musicales (de marcas muy corrientes y de baja calidad), muchos de
ellos no sólo en un paupérrimo estado, sino que además adormitaban apilados en
las esquinas de la sala, cubiertos por un manto de polvo denso y taciturno. En medio de todo, tres señoritas vestidas de
una forma muy exótica, interpretaban una cumbia acompañada por una estridente
pista de sintetizador y batería electrónica. ¿Qué pedazo de lio acababa de
comprar?. En definitiva la decepción fue grande porque cuanto la expectación
también fue grande. Cometí el error de idealizar que el montaje del estudio
sería propio de un Abbey Road,
lamentablemente, resultó ser su completo antagónico. Cuál habrá sido la
expresión que dibujé, que Carlos silbó como una reacción natural: «Estamos
intentado hacer algunas mejoras, sólo que nos ha tomado algo de tiempo, mejor
vayamos a charlar con Jorge en la cabina».
Jorge era la versión pequeña y compacta de
Carlos. Un tipo de estatura baja que llevaba una barba sin afeitar Dios sabe desde
hace cuánto y que vestía a su vez una camisa color fosforescente. Parecían tan
idénticos en cierto sentido, que hasta utilizaban los mismos dialectos
retóricos al hablar. Vas a sonar así o asá, quedarás muy fascinado,
haremos de ti el próximo Alejandro Sanz,
etc. Pese a ello, lo que si congeló mi mente fue cuando de un momento a otro Jorge
se detuvo, y disparó la siguiente interrogante: «Y tú, ¿como quién quieres
sonar?». Fue como si de repente, en lo
que resultaba ser hasta ese término, una tarde muy decepcionante, con esa
pregunta tan simple pero asimismo tan profunda, remeció mi interior de una
manera implacable. Viajé hacia las evocaciones de mi temprana juventud, cuando
intentaba tocar en la guitarra, alguna canción de uno de los tantos artistas
que me fascinaban. Cuán grande era la frustración que sentía porque pensaba que
mi interpretación no era idéntica o lo suficientemente buena para ser
escuchada. ¿Estaba en lo cierto?, ¿debía cantar tal cual como lo hacía el
artista?, ¿el no hacerlo era algo malo o por el contrario, imitar era lo
correcto?, ¿o es que debía intentar a mi propia manera?. ¿Cómo quería sonar?… ¿no
era acaso como a mí mismo?. Al levantar la mirada, no hubo forma de que pudiera
explicarle a Jorge, una persona que acaba de conocer, todo lo que se deslizaba
en mis pensamientos, por lo que opté por soltar el nombre de algunos artistas
favoritos. Hasta el día de hoy, al recordar este impase, aún siento cierta
vergüenza.
Acto seguido, Carlos indicó que era momento de
empezar. Jorge invitó a las chicas cumbiamberas a abandonar la sala para dar
inicio a la sesión. Mientras terminaba de preparar todo, en un acto de
impulsividad decidí sacarme una foto. Debo mencionar que no soy mucho de esas cosas
por una cuestión de pudor pero por alguna razón opté por hacerlo. Aún conservo
la foto. Es curiosa la expresión natural de emoción y temor que dibuja mi
rostro. Cuando estuve de pie frente al micro la verdad es que me temblaba todo,
hasta el alma. Es aquella sensación de vértigo que te da el estar cara a cara a
tus anhelos más profusos. Saber que estas a punto de alcanzar la meta más deseada
y que sólo depende de ti. Siempre depende de ti. Y aunque mis miedos parecían
apagar mi voz, ese día cantaría desde lo más profundo. Y así fue. Cerré los
ojos y dejé que los acordes de la guitarra me transportaran a ese lugar seguro.
De pronto estaba en el sosiego de mi habitación a los quince años, cuando
cantaba sólo para mí y nada más importaba tanto. Decidí empezar con una canción
que había escrito algunos años atrás denominada “Sueño”, cuya historia hace
referencia a una persona que su más grande deseo, es que su voz pueda llegar lo
más lejos posible, pero sobre todo hacia aquella persona especial que justifica
sus días. Interpreté cada frase de forma tan sentida que al terminar, abrí los
ojos y simplemente lo supe. Algo en mi había cambiado para siempre.
Es lamentable que lo que vino después fue aun
más decepcionante que todo lo acontecido en la víspera. No hará falta hacer
mención a detalle de las frases superficiales y empalagosas que Carlos lanzó
cuando terminé de cantar o al hecho de que Jorge interrumpió la sesión
aduciendo que debían partir de inmediato a un evento en el que los habían contratado para poner el sonido y en el que
además iban a participar las cumbiamberas ya referidas. No, eso no fue
suficiente. Después de aquél día de grabación, no volví a saber de ninguno de
los dos hasta después de casi cuatro semanas. No contestaban llamadas, mensajes
ni correos. Llegué incluso ir al estudio en un par de oportunidades, ambas
infructuosas. Lo curioso del asunto es que pagué el trabajo por adelantado, así
que ya supondrán lo timado que me sentía. Empero, más allá del dinero, no
lograba conjeturar con exactitud el porqué de su falta de seriedad. ¿No era
acaso más fácil levantar el teléfono por una buena vez y manifestar honestos su
falta de disponibilidad?.
Todas mis dudas fueron absueltas de golpe
cuando después de tanta insistencia, nos encontramos en el estudio un sábado
por la tarde para que me hicieran entrega del demo. Estaba tan furioso que di
por sentado que apenas los vería, iba a descargar sobre ellos toda la
frustración que cargaba de la manera más soez. Sin duda les gritaría su vida
entera. No obstante, nada de eso fue posible, tan pronto como aparcaron la
minivan que los transportaba, bajaron además de ellos, cinco niños pequeños
(los hijos de Jorge) y las tres cumbiamberas (las esposas de Carlos y Jorge y
la primera hija de aquél), todos de camino a un concierto de cumbia. Al contemplar la escena me sentí como un completo
estúpido. En un intervalo de lucidez pude discernir todo con claridad. Creo hasta
hoy que no había lugar para reproches. Es simple, no observé las evidencias tan
notorias de que el camino tomado nunca fue el correcto. Aunque pueda que haya
sido peor, si noté las evidencias, sólo que escogí a propia voluntad,
omitirlas. Porqué habría de responsabilizar a otros de mis malas decisiones o
derrotas. No se puede andar por la vida señalando a los demás por el estancamiento
en el que estamos, pues la verdad, somos la consecuencia de nuestras
decisiones. Está en nosotros elegir el camino y que éste implique además las
personas, los lugares y los tiempos idóneos. Nada garantiza que las cosas saldrán
como uno quiere, pues honestamente, eso casi nunca sucede.
La clave está en intentar, ad infinitum, hacerse cargo de uno mismo
y procurar trascender haciendo lo que más amas.
Christian Fhon Trigoso