martes, 9 de enero de 2018

DIARIO DE UN MÚSICO - CAPÍTULO I




CAPITULO I: DESPIERTA DEL SUEÑO Y HAZLO REALIDAD

Era una noche de verano en mi ciudad. Me habían invitado de último minuto a tocar en el Patio Rojo, un bar local que apoyaba la música independiente y en el que solían asistir intelectuales, bohemios y chicos universitarios. La invitación cayó de sorpresa y en un contexto desafortunado, dado que por aquel tiempo, conseguí una plaza de trabajo en otra ciudad, me encontraba en plena mudanza tratando de organizar mi vida a las nuevas circunstancias laborales y a sus implicancias inmediatas (alquiler, traslados, compras básicas de supervivencia, etc) y no recordaba la última vez que me senté con la guitarra para hacer lo que más amo. No está de más decirlo, pero para colmo de males, el día del concierto coincidió justamente con el cumpleaños de mi madre, de manera que ella estuvo en primera fila junto a mi padre y muchos de mis amigos más íntimos. No me malinterpreten, de hecho era genial de que todos ellos estén ahí y que sea la primera vez que mis padres asistieran a alguna de mis presentaciones y es que todo estaba listo, todo menos yo. Incluso la dueña del bar, Maju, se encargó de contratar el personal técnico idóneo para contar con un sistema de sonido y luces decentes, no tenía que preocuparme en absoluto por cuestiones extrínsecas, lo único que tenía que hacer era pararme frente al público y “hacer lo mío”.
“Hacer lo mío”….. ¿qué significaba con exactitud esa frase en ese momento?, ¿era acaso estar frente a toda esa gente en el concierto y demostrarles lo poco preparado que me encontraba para hacer lo que según yo, más amaba?, ¿o es que para entrar en un punto de quiebre, tenía que necesariamente dejar por sentado frente a todo el mundo que lo más importante para mí en la vida no merecía ni un mínimo de mi tiempo?. No estaba listo es verdad y esa noche quedó muy claro.  No estaba listo para mí mismo.
Aún recuerdo con amargura el estar parado frente aquel público con las manos tan temblorosas y sudorosas que apenas pude pulsar con regularidad uno o dos acordes en la guitarra, sentir  la voz entrecortada por el nerviosismo, el golpe de los pasos de quienes se retiraban desconcertados durante la presentación y los murmullos reprobatorios del resto  que se mantuvieron sentados sólo porque el artista de su preferencia aún no subía al escenario, pues no era yo, a quién vinieron a ver. Debo admitir, que a pesar de que nunca fue determinante la opinión de los demás en nada de lo que hiciera, en esta oportunidad, sí que lo fue. Y no era la opinión en si misma lo que importaba, sino que el grado y significación de este infortunio, de la pésima presentación que realicé por la falta de práctica y preparación, remeció de tal manera mis pensamientos que me constriñó imperativamente  hacia un cambio de rumbo.
Durante esa nefasta noche, evoco haber estado en la tarima con guitarra en mano y fue como si de pronto pudiera visualizarme entre la gente ahí sentada, gritando con odio hacia mí mismo, la pregunta que una y otra vez resonó: ¡¿qué estás haciendo con tu vida?!.
Después de eso, nada volvió a ser igual.
La música llegó muy temprano y de la manera más sutil. Un día de mi niñez y sin previo aviso, mamá trajo una guitarra a la casa lo cual resultó todo un acontecimiento. No existían antecedentes musicales en la familia, por lo que no tuve ni la mínima idea de lo que ese instrumento era o lo que significaría después. En un primer momento, sólo me limité a observarlo. Mamá al verme, tomó en brazos la guitarra y se acercó. Se puso en cuclillas y mientras me miraba con sus ojos color esmeralda, deslizó la frase más tierna pero a la vez más persuasiva que jamás haya escuchado: «quiero que mi hijo toque la guitarra». La puso en mis manos y el resto es historia. A partir del aquel instante la música corrió por mis venas y me abracé a ella como el refugio más cálido. Y es que es así, cuando algo te atrapa en un estadio temprano, forma parte tuya para siempre. Pero vayamos mucho más allá de esta noble iniciativa materna, del hecho de anhelar que tu hijo o hija tenga un pasatiempo sano o un hobbie productivo, pues lo que connotó en mi caso fue algo profundo en demasía. Téngase en cuenta  además, que al notar esta afición por la música, mamá la incentivó aun con mayor intensidad, contratando profesores particulares, matriculándome en clases de canto e inscribiéndome en cuanto coro de niños pudo, por  lo que queda claro que todo esto iba cavando abismalmente en el inconsciente del niño que era y que por inocencia natural no tuve la capacidad de discernir la real dimensión que connotaría en el futuro. Aunado a ello, yo era un niño super tímido e introvertido y pese a que tuve un hermano mayor, siempre relacionarme con otras personas fue demasiado complicado, prefería estar a solas frente alguna ventana con mi amigo favorito, la guitarra, encontrando melodías, juntando acordes o componiendo canciones. Canciones que reflejarían mis primarias experiencias en el amor, ergo, mis metidas de pata, corazones rotos y decepciones juveniles, pero sobre todo la concepción inicial y personal de lo que significa vivir.
La escuela primaria y secundaria fueron épocas duras. Dado mis aptitudes nulas para la socialización, fui víctima constante de maltratos o lo que ahora llamamos “bulling”. No creo que exista sobrenombre, apelativo o escarnio que no se me haya impuesto durante este período. Desde mounstro hasta maricón. Y mejor no mencionemos las golpizas que recibí por el solo hecho de ser un niño retraído. Como consecuencia, no era raro verme en el recreo solo  junto a mi amigo de madera, mientras el resto de niños jugaban al fútbol. Pero bueno, lejos de victimizarme – porque no es eso a lo que quiero llegar-,  lo que trato de decir es que durante esta etapa, la música siempre estuvo ahí de alguna forma, pero sin que pudiera aún descifrar cuán determinante sería en mi destino.
Un punto crucial se produjo cuando tuve que elegir qué profesión estudiar. Para papá y mamá esta  decisión era motivo de una algarabía sin límites. Los diálogos que mantuvieron sobre el particular, denotaban esa actitud inherente de los padres de inflar el pecho por las decisiones o metas trazadas por sus hijos. No era raro escucharlos en casa decir con orgullo – a pesar de que no había articulado palabra al respecto -,  «mi hijo va a ser ingeniero» o «mi hijo va a hacer doctor». Mis padres siempre me pusieron la valla bien alta. Papá por ejemplo, él no se formó ni con la tercera parte de las condiciones económicas con las que mi hermano y yo fuimos formados, no obstante, la abuela que administraba un pequeño y humilde negocio de comida, se dio abasto para solventar su educación y a través de programas de becas u optar por escuelas públicas, construyó la base de lo que sería el punto de partida para sus logros venideros. Es así que papá pudo estudiar ingeniería industrial en la PUCP e ingeniería económica en la UNI y no sólo le bastó con eso, sino que además se graduó posteriormente de magister y doctor en administración de empresas. Creo que no hará falta hacer mención a su experiencia laboral, porque en definitiva, eso demandaría un capítulo aparte. Dicho esto, el sólo balbuceo de la palabra “música” vinculado a mi futuro profesional, hubiera significado algo mayor que una ofensa para papá y mamá, por el típico cliché de la época, el cual dictaba que dedicarse al arte era sinónimo de ser un vago, hedonista o bueno para nada. Hago aquí un pequeño paréntesis mi querido lector (a), para dejar bien en claro un error que tú jamás deberás cometer y que  sin embargo con mucho dolor admito yo si cometí: poner los deseos de los demás por encima de tus más grandes anhelos. Pues, ¿finalmente que hice?, optar por el camino que era del agrado de mis padres: decidí estudiar abogacía.
Mi paso por la universidad constituyó el camino al autoconocimiento, la maduración y la conciencia de que no todo estaba perdido. A decir verdad, la carrera de Derecho resultó sumamente interesante y consagré un cierto grado de empatía y afinidad con ella. Y es que las leyes nunca fueron el problema, el desatino provino en la falta de convicción, en el terror a la supervivencia  en base a mis aptitudes artísticas y como mencioné en el párrafo precedente, en el hecho de anteponer lo que otros quieren, por delante de mis sueños. Contra todo pronóstico, la universidad fue un tiempo maravilloso, en el cual no sólo aprendí mucho en cuestiones académicas, jurídicas o de la vida, sino que además estreché lazos de hermandad con personas que marcaron en mí un efecto imperecedero.
Me gradué con honores, hice una maestría en Derecho Empresarial y con el tiempo, obtuve un empleo que me ha proporcionado no grandes réditos económicos pero si estabilidad. Paradójicamente en cada peldaño profesional que iba escalando, el sueño de la música se asomaba en el horizonte como una promesa ante la que se estaba prohibido claudicar. Su notoriedad era más evidente en el ejercicio profesional, pues con constancia solía escuchar a colegas hablar con una pasión y pleitesía admirable acerca de la significación y transcendencia de lo que es ser abogado. Los observaba con estupefacción, anhelando sentir siquiera una mínima parte de su efervescencia.  Fue imposible, el Derecho era un gusto para mí, mas no una pasión.  En muchas ocasiones procure en vano otorgarle cierta prioridad a la música pero las obligaciones del día a día absorbieron implacables hasta la última gota de libertad que poseía. Incluso llegué a tener uno que otro eventual concierto, pero todos fueron seudos intentos o malas imitaciones de un ideal desmaterializado. Lo cierto era que ya no podía más, al apoyar la cabeza contra la almohada un manto de frustración me cubría el alma. No era feliz. No era una persona plena.
Y así hasta el día del concierto con el que inicié este relato. El punto de quiebre. El momento en que el tiempo se detuvo. Todo se detuvo. Y yo, decidí empezar otra vez. Tengo 31 años y he dedicado 14 de ellos a una profesión que no amo. Es por eso que he tomado la decisión de darle a la música la prioridad que merece y dedicarme a ella con una pasión incontrolable. Muchos amigos me preguntan en porqué hago esto y la respuesta es simple: porque me hace feliz, porque no deseo seguir viviendo aterrorizado, porque no quiero morir sabiendo que no lo intenté. No pretendo saltar al vacío, vivir de la música o caer en indigencia. Sólo voy a emparejar la cuenta, empatar el partido, resolver el pendiente que tenía pendiente. Porque como decía el buen Pablo Neruda: «cualquier momento es bueno para comenzar y ninguno es tan terrible para claudicar».


Por último me despido diciéndote que si todo esto te pasa a ti, lo único que tienes que hacer es intentar. No tienes que ser el mejor o el peor, sólo tienes que ser tú mismo y con eso será más que suficiente.