CAPITULO I: DESPIERTA DEL SUEÑO Y HAZLO REALIDAD
Era una noche de verano en
mi ciudad. Me habían invitado de último minuto a tocar en el Patio Rojo, un bar
local que apoyaba la música independiente y en el que solían asistir
intelectuales, bohemios y chicos universitarios. La invitación cayó de sorpresa
y en un contexto desafortunado, dado que por aquel tiempo, conseguí una plaza
de trabajo en otra ciudad, me encontraba en plena mudanza tratando de organizar
mi vida a las nuevas circunstancias laborales y a sus implicancias inmediatas (alquiler,
traslados, compras básicas de supervivencia, etc) y no recordaba la última vez
que me senté con la guitarra para hacer lo que más amo. No está de más decirlo,
pero para colmo de males, el día del concierto coincidió justamente con el
cumpleaños de mi madre, de manera que ella estuvo en primera fila junto a mi
padre y muchos de mis amigos más íntimos. No me malinterpreten, de hecho era
genial de que todos ellos estén ahí y que sea la primera vez que mis padres asistieran
a alguna de mis presentaciones y es que todo estaba listo, todo menos yo. Incluso
la dueña del bar, Maju, se encargó de contratar el personal técnico idóneo para
contar con un sistema de sonido y luces decentes, no tenía que preocuparme en
absoluto por cuestiones extrínsecas, lo único que tenía que hacer era pararme
frente al público y “hacer lo mío”.
“Hacer lo mío”….. ¿qué
significaba con exactitud esa frase en ese momento?, ¿era acaso estar frente a
toda esa gente en el concierto y demostrarles lo poco preparado que me
encontraba para hacer lo que según yo, más amaba?, ¿o es que para entrar en un
punto de quiebre, tenía que necesariamente dejar por sentado frente a todo el
mundo que lo más importante para mí en la vida no merecía ni un mínimo de mi
tiempo?. No estaba listo es verdad y esa noche quedó muy claro. No estaba listo para mí mismo.
Aún recuerdo con amargura el
estar parado frente aquel público con las manos tan temblorosas y sudorosas que
apenas pude pulsar con regularidad uno o dos acordes en la guitarra,
sentir la voz entrecortada por el
nerviosismo, el golpe de los pasos de quienes se retiraban desconcertados durante
la presentación y los murmullos reprobatorios del resto que se mantuvieron sentados sólo porque el
artista de su preferencia aún no subía al escenario, pues no era yo, a quién
vinieron a ver. Debo admitir, que a pesar de que nunca fue determinante la
opinión de los demás en nada de lo que hiciera, en esta oportunidad, sí que lo
fue. Y no era la opinión en si misma lo que importaba, sino que el grado y
significación de este infortunio, de la pésima presentación que realicé por la
falta de práctica y preparación, remeció de tal manera mis pensamientos que me
constriñó imperativamente hacia un
cambio de rumbo.
Durante esa nefasta noche, evoco
haber estado en la tarima con guitarra en mano y fue como si de pronto pudiera
visualizarme entre la gente ahí sentada, gritando con odio hacia mí mismo, la
pregunta que una y otra vez resonó: ¡¿qué estás haciendo con tu vida?!.
Después de eso, nada volvió
a ser igual.
La música llegó muy temprano
y de la manera más sutil. Un día de mi niñez y sin previo aviso, mamá trajo una
guitarra a la casa lo cual resultó todo un acontecimiento. No existían
antecedentes musicales en la familia, por lo que no tuve ni la mínima idea de
lo que ese instrumento era o lo que significaría después. En un primer momento,
sólo me limité a observarlo. Mamá al verme, tomó en brazos la guitarra y se
acercó. Se puso en cuclillas y mientras me miraba con sus ojos color esmeralda,
deslizó la frase más tierna pero a la vez más persuasiva que jamás haya
escuchado: «quiero que mi hijo toque la
guitarra». La puso en mis manos y el resto es historia. A partir del aquel
instante la música corrió por mis venas y me abracé a ella como el refugio más
cálido. Y es que es así, cuando algo te atrapa en un estadio temprano,
forma parte tuya para siempre. Pero vayamos mucho más allá de esta noble
iniciativa materna, del hecho de anhelar que tu hijo o hija tenga un pasatiempo
sano o un hobbie productivo, pues lo que connotó en mi caso fue algo profundo
en demasía. Téngase en cuenta además,
que al notar esta afición por la música, mamá la
incentivó aun con mayor intensidad, contratando profesores particulares,
matriculándome en clases de canto e inscribiéndome en cuanto coro de niños pudo,
por lo que queda claro que todo esto iba
cavando abismalmente en el inconsciente del niño que era y que por inocencia
natural no tuve la capacidad de discernir la real dimensión que connotaría en
el futuro. Aunado a ello, yo era un niño super tímido e introvertido y pese a
que tuve un hermano mayor, siempre relacionarme con otras personas fue demasiado
complicado, prefería estar a solas frente alguna ventana con mi amigo favorito,
la guitarra, encontrando melodías, juntando acordes o componiendo canciones.
Canciones que reflejarían mis primarias experiencias en el amor, ergo, mis
metidas de pata, corazones rotos y decepciones juveniles, pero sobre todo la
concepción inicial y personal de lo que significa vivir.
La escuela
primaria y secundaria fueron épocas duras. Dado mis aptitudes nulas para la
socialización, fui víctima constante de maltratos o lo que ahora llamamos
“bulling”. No creo que exista sobrenombre, apelativo o escarnio que no se me
haya impuesto durante este período. Desde mounstro hasta maricón. Y mejor no
mencionemos las golpizas que recibí por el solo hecho de ser un niño retraído. Como
consecuencia, no era raro verme en el recreo solo junto a mi amigo de madera, mientras el resto
de niños jugaban al fútbol. Pero bueno, lejos de victimizarme – porque no es
eso a lo que quiero llegar-, lo que
trato de decir es que durante esta etapa, la música siempre estuvo ahí de
alguna forma, pero sin que pudiera aún descifrar cuán determinante sería en mi
destino.
Un punto crucial
se produjo cuando tuve que elegir qué profesión estudiar. Para papá y mamá esta
decisión era motivo de una algarabía sin
límites. Los diálogos que mantuvieron sobre el particular, denotaban esa actitud
inherente de los padres de inflar el pecho por las decisiones o metas trazadas
por sus hijos. No era raro escucharlos en casa decir con orgullo – a pesar de
que no había articulado palabra al respecto -, «mi hijo va a ser ingeniero» o «mi hijo va a
hacer doctor». Mis padres siempre me pusieron la valla bien alta. Papá por
ejemplo, él no se formó ni con la tercera parte de las condiciones económicas
con las que mi hermano y yo fuimos formados, no obstante, la abuela que
administraba un pequeño y humilde negocio de comida, se dio abasto para
solventar su educación y a través de programas de becas u optar por escuelas públicas,
construyó la base de lo que sería el punto de partida para sus logros
venideros. Es así que papá pudo estudiar ingeniería industrial en la PUCP e
ingeniería económica en la UNI y no sólo le bastó con eso, sino que además se
graduó posteriormente de magister y doctor en administración de empresas. Creo
que no hará falta hacer mención a su experiencia laboral, porque en definitiva,
eso demandaría un capítulo aparte. Dicho esto, el sólo balbuceo de la palabra
“música” vinculado a mi futuro profesional, hubiera significado algo mayor que una
ofensa para papá y mamá, por el típico cliché de la época, el cual dictaba que
dedicarse al arte era sinónimo de ser un vago, hedonista o bueno para nada. Hago
aquí un pequeño paréntesis mi querido lector (a), para dejar bien en claro un
error que tú jamás deberás cometer y que
sin embargo con mucho dolor admito yo si cometí: poner los deseos de los
demás por encima de tus más grandes anhelos. Pues, ¿finalmente que hice?, optar
por el camino que era del agrado de mis padres: decidí estudiar abogacía.
Mi paso por
la universidad constituyó el camino al autoconocimiento, la maduración y la
conciencia de que no todo estaba perdido. A decir verdad, la carrera de Derecho
resultó sumamente interesante y consagré un cierto grado de empatía y afinidad
con ella. Y es que las leyes nunca fueron el problema, el desatino provino en
la falta de convicción, en el terror a la supervivencia en base a mis aptitudes artísticas y como
mencioné en el párrafo precedente, en el hecho de anteponer lo que otros
quieren, por delante de mis sueños. Contra todo pronóstico, la universidad fue
un tiempo maravilloso, en el cual no sólo aprendí mucho en cuestiones académicas,
jurídicas o de la vida, sino que además estreché lazos de hermandad con
personas que marcaron en mí un efecto imperecedero.
Me
gradué con honores, hice una maestría en Derecho Empresarial y con el tiempo,
obtuve un empleo que me ha proporcionado no grandes réditos económicos pero si
estabilidad. Paradójicamente en cada peldaño profesional que iba escalando, el
sueño de la música se asomaba en el horizonte como una promesa ante la que se
estaba prohibido claudicar. Su notoriedad era más evidente en el ejercicio
profesional, pues con constancia solía escuchar a colegas hablar con una pasión
y pleitesía admirable acerca de la significación y transcendencia de lo que es
ser abogado. Los observaba con estupefacción, anhelando sentir siquiera una
mínima parte de su efervescencia. Fue
imposible, el Derecho era un gusto para mí, mas no una pasión. En muchas ocasiones procure en vano otorgarle
cierta prioridad a la música pero las obligaciones del día a día absorbieron
implacables hasta la última gota de libertad que poseía. Incluso llegué a tener
uno que otro eventual concierto, pero todos fueron seudos intentos o malas
imitaciones de un ideal desmaterializado. Lo cierto era que ya no podía más, al
apoyar la cabeza contra la almohada un manto de frustración me cubría el alma.
No era feliz. No era una persona plena.
Y así hasta el día del
concierto con el que inicié este relato. El punto de quiebre. El momento en que
el tiempo se detuvo. Todo se detuvo. Y yo, decidí empezar otra vez. Tengo 31
años y he dedicado 14 de ellos a una profesión que no amo. Es por eso que he
tomado la decisión de darle a la música la prioridad que merece y dedicarme a
ella con una pasión incontrolable. Muchos amigos me preguntan en porqué hago
esto y la respuesta es simple: porque me hace feliz, porque no deseo seguir
viviendo aterrorizado, porque no quiero morir sabiendo que no lo intenté. No pretendo
saltar al vacío, vivir de la música o caer en indigencia. Sólo voy a emparejar
la cuenta, empatar el partido, resolver el pendiente que tenía pendiente. Porque
como decía el buen Pablo Neruda: «cualquier
momento es bueno para comenzar y ninguno es tan terrible para claudicar».
Por último
me despido diciéndote que si todo esto te pasa a ti, lo único que tienes que
hacer es intentar. No tienes que ser el mejor o el peor, sólo tienes que ser tú
mismo y con eso será más que suficiente.