miércoles, 12 de marzo de 2014

CAPÍTULO DEL LIBRO QUE NUNCA TERMINARÉ



En los días siguientes pasé bastante tiempo en la oficina. Todo el personal del diario trabajaba duro para el suplemento especial de fin de año. Cada sección organizaba su información, la depuraba y clasificaba para sólo consignar las noticias más resaltantes. Mi inspiración andaba nublada todavía, así que era claro que aún no había redactado nada significativo para el concurso. El estrés subía como espuma, pero trataba de controlar mi desesperación con un estoicismo admirable.

Por aquellos días el Dr. Madison andaba con un humor extraño. Sentado en su sillón, sólo levantaba su brazo para señalar alguna cosa que necesitaba. Casi no hablaba. Sólo daba órdenes: «Esteban, café», «Esteban, remite estos oficios», «Esteban, arregla este texto», faltaba únicamente que me diga: «Esteban, lústrame los zapatos», ponerme corbata michi y delantal para ser su mayordomo a tiempo completo.  Una mañana en la que llegué bastante temprano, lo encontré con una botella de Jack Daniel´s, la corbata suelta, unas ojeras que más parecían moretones, el cabello grasoso y con la mirada absorta, neutra, hipnotizada en la pantalla de la computadora. Cuando entré a la oficina ni siquiera se inmutó, bebía tragos gruesos de whisky como si fuera agua. No me respondió el saludo. Como hacía algunos días que tenía ese patrón de comportamiento, preferí ignorarlo. Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa e intentó prenderlo mientras sostenía el vaso con una mano. De pronto el encendedor resbala  y cae al suelo. Al levantarlo su brazo choca fuerte con el borde del escritorio y escucho el sonido del vidrio explotar en el suelo. El líquido color ámbar se desliza sobre el parqué, zigzaguea suave hasta llegar a mis pies. 

-  ¡Carajo!.
- Doctor, ¿está bien? – dije acercándome a recoger los pedazos de vidrio con un papel.
- No hagas eso, llamaré a Charlie para que venga a limpiar.

Cogió el teléfono. Llamó a una de las recepcionistas solicitando que viniera alguien del personal de limpieza. Colgó con fuerza. Bajó la mirada frustrada hacia el suelo apoyando un codo sobre el escritorio. Se llevó una mano al rostro en mitad de un hondo suspiro. Me acerqué a él. Aún sentado al otro lado del escritorio podía percibir el olor a alcohol. Verlo así era completamente inusual y nuevo para mí. Siempre lo había idealizado como una persona inquebrantable, sosegada, sólida, un modelo a seguir no sólo en las parcelas de la intelectualidad sino además como persona, como individuo, como la consagración de cualidades que me sentía muy ajeno de tener pero que sin embargo admiraba con suma devoción. Él había sabido suplir las deficiencias de mi padre en tan poco tiempo. Era como mi papá postizo. Aunque era mamá quién ya no estaba con nosotros.

- Freddy.
- ...
¡Freddy!.– recién me observó con la vista posesa por alguno de los innumerables demonios de la desolación-. ¿Qué pasa contigo?.
Botó un ligero chasquido sonriendo sátiro.
¿Qué pasa conmigo?. -  se acomodó la corbata -  ¿Cómo qué pasa conmigo?.
- Si, qué pasa contigo. No hablas, no comes, no duermes. Estás como ido, afligido, acongojado, muerto. Vives en el trabajo, traes la misma ropa de hace dos días, no eres ni la sombra de ti mismo.
- Es una mezcla pringosa de circunstancias, que me abate, que me destruye, que me marea como una espiral. 
- Pero, ¿qué pasó?, ¿qué ha sucedido?.
- Verónica me botó de la casa hace unos días. Cree que la engaño con otra mujer.
- Pero qué, ¿eso es cierto?.
- Creo que eso es lo de menos. – tomó una bocanada de aire -. A estas alturas ya ni siquiera importa si es una persona en si, determinada.
- No entiendo, ¿acaso le vas  a poner los cuernos con un fantasma?.

En ese instante apretó los labios. Lo que dije lo puso nervioso, sorprendido, pues como quién no quiere, había adivinado quizá exactamente lo que estaba sucediendo.
- Créeme, - me dijo clavándome los ojos atiborrados – hay veces en que los deberes de la nostalgia son más implacables que los de la costumbre.

Luego de eso, hablo sin parar durante algunos minutos. Sólo me limité a escuchar aunque muchas de sus ideas me dejaron anonadado, pero no por su contenido, sino porque salían de él, de su ser, muy disímil al que me había obligado inconscientemente a alucinar. Ahora sonaba más propenso, más errático, más humano. Me habló de su juventud, del vigor que ahora ya no sentía, del trabajo, del matrimonio, de la felicidad. Del cómo había conocido a una mujer que había llenado todas sus expectativas de manera plena, pero que la había perdido hacía mucho y para siempre. Nunca había podido superarlo, y ahora, al estar en los tres cuartos de su vida, dormía con una completa desconocida, una mujer que se le había sido asignada al azar bajo las circunstancias de una vida que era un escarnio en si misma. Una mujer que lo repudiaba, una mujer que frustraba sus aspiraciones como escritor, que le impedía compartir sus logros literarios porque éstos no tenían sentido. Una mujer que lo abordó en un momento de extrema flaqueza, cuando se encontraba moribundo y malherido,  por una súbita ausencia cuyas cicatrices no terminarían de suturar nunca.  Una mujer que simplemente no era como ella, que no era ella.

Después me habló sobre el trabajo, ametrallándome con estas palabras:

-   …… Y luego, después de tantas horas, minutos, segundos, microsegundos, llegas a la conclusión insomne de que eres un esclavo y dejas de pensar. Pero qué, ¿esclavo de tus sueños?, ¿de tus aspiraciones?, pues no, claro que no. Esclavo de esa irracional secuencia de imágenes, dedos índices, corbatas, apretones de manos, sonrisas hipócritas, pantallas de computador, cafés cortados, críticas literarias, índices de ventas, estados financieros, y entras indefectiblemente en rigor mortis. En ese trance tu cuerpo ya no conoce de enfermedades, calendarios, compromisos, cumpleaños, denuncias por calumnias, injurias o difamación. Tu cuerpo se mueve por inercia, por inadvertencia de la desgracia en que está inmerso. “Trabajas”, pero ya no sabes ni siquiera para quién o para qué, en tu mente sólo está la cuenta del teléfono, la matrícula escolar, las tarjetas de crédito, los compromisos con el Club, los recibos de luz, y entre tantas obligaciones que no terminas de razonar en porqué mierda las asumes. No, es que la fiesta debe continuar, la máquina no puede parar, la función está por comenzar. El compartir de tus logros ya no es la llenura de tu alma, sino que el resultado superficial de ellos, son la materialización de tu esclavitud. No eres feliz, ¿quién lo es después de todo?.

- Nadie en realidad…
- O dónde está por último.
- ¿Qué cosa?. ¿La felicidad?
- Exacto.
- Mmm, dicen que la única felicidad que existe es la que se comparte.
- Es irónico ahora que lo mencionas. – suspiró – Conocí a una persona que solía decir lo mismo, así exacto como tú lo dijiste.
- Mi madre decía eso todo el tiempo. 
- ¿Así?.– dijo ingenuo-. Discúlpame, pero tú no estabas muy pequeño cuando ella…
- Si, bueno.– interrumpí-. En realidad mi papá me comentó eso sobre ella.
- Víctor… ¿verdad?. ¿Cómo está él?.
- Ha estado mejor. Por ahora tiene un problema con la bebida.
- Bueno, creo que todos los bohemios lo tenemos. – acotó  llevándose otra vez una mano hacia la frente, frunciendo el ceño y apretando los dientes – ¡Dios, mi cabeza!.
- Eso debe doler. ¿Necesitas algo?.
- Si, creo que un par de aspirinas me serían muy útiles.
- Voy por ellas.
- ¡Espera!. – me detuvo.

Abrió el cajón derecho de su escritorio, del cual extrajo dos tarjetas de color azul, parecían invitaciones.
- Espera muchacho, esto es para ti.
- ¿Qué es esto?.
- Bueno, el diario ha organizado una fiesta de fin de año. Y ya que estás con nosotros un poco más de doce meses, y que este tipo de celebraciones se te ha sido un tanto esquiva, le pedí  un par de invitaciones extras al jefe de personal.
- Vaya sorpresa. Y cuándo es esto, ¿el mismo treinta y uno?.
- Así es. Será en el Club de Golf de San Isidro y lo mejor de todo es que podrás  llevar a una pareja especial para esa noche.

«¿Lo mejor de todo?», pensé. No sabía el problema que acababa de ocasionarme.