En
los días siguientes pasé bastante tiempo en la oficina. Todo el personal del
diario trabajaba duro para el suplemento especial de fin de año. Cada sección
organizaba su información, la depuraba y clasificaba para sólo consignar las
noticias más resaltantes. Mi inspiración andaba nublada todavía, así que era
claro que aún no había redactado nada significativo para el concurso. El estrés
subía como espuma, pero trataba de controlar mi desesperación con un estoicismo
admirable.
Por aquellos días el Dr. Madison andaba con un humor extraño. Sentado en su sillón, sólo levantaba su brazo para señalar alguna cosa que necesitaba. Casi no hablaba. Sólo daba órdenes: «Esteban, café», «Esteban, remite estos oficios», «Esteban, arregla este texto», faltaba únicamente que me diga: «Esteban, lústrame los zapatos», ponerme corbata michi y delantal para ser su mayordomo a tiempo completo. Una mañana en la que llegué bastante temprano, lo encontré con una botella de Jack Daniel´s, la corbata suelta, unas ojeras que más parecían moretones, el cabello grasoso y con la mirada absorta, neutra, hipnotizada en la pantalla de la computadora. Cuando entré a la oficina ni siquiera se inmutó, bebía tragos gruesos de whisky como si fuera agua. No me respondió el saludo. Como hacía algunos días que tenía ese patrón de comportamiento, preferí ignorarlo. Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa e intentó prenderlo mientras sostenía el vaso con una mano. De pronto el encendedor resbala y cae al suelo. Al levantarlo su brazo choca fuerte con el borde del escritorio y escucho el sonido del vidrio explotar en el suelo. El líquido color ámbar se desliza sobre el parqué, zigzaguea suave hasta llegar a mis pies.
- ¡Carajo!.
- Doctor, ¿está bien? – dije
acercándome a recoger los pedazos de vidrio con un papel.
- No hagas eso, llamaré a Charlie para que venga a limpiar.
Cogió
el teléfono. Llamó a una de las recepcionistas solicitando
que viniera alguien del personal de limpieza. Colgó con fuerza. Bajó la mirada
frustrada hacia el suelo apoyando un codo sobre el escritorio. Se llevó una
mano al rostro en mitad de un hondo suspiro. Me acerqué a él. Aún sentado al
otro lado del escritorio podía percibir el olor a alcohol. Verlo así era
completamente inusual y nuevo para mí. Siempre lo había idealizado como una
persona inquebrantable, sosegada, sólida, un modelo a seguir no sólo en las
parcelas de la intelectualidad sino además como persona, como individuo, como
la consagración de cualidades que me sentía muy ajeno de tener pero que sin
embargo admiraba con suma devoción. Él había sabido suplir las deficiencias de
mi padre en tan poco tiempo. Era como mi papá postizo. Aunque era mamá quién ya
no estaba con nosotros.
- Freddy.
- Freddy.
- ...
- ¡Freddy!.– recién me observó con
la vista posesa por alguno de los innumerables demonios de la desolación-. ¿Qué
pasa contigo?.
Botó un ligero chasquido sonriendo sátiro.
- ¿Qué pasa conmigo?. - se acomodó la corbata - ¿Cómo qué pasa conmigo?.
- Si, qué pasa contigo. No hablas,
no comes, no duermes. Estás como ido, afligido, acongojado, muerto. Vives en el
trabajo, traes la misma ropa de hace dos días, no eres ni la sombra de ti
mismo.
- Es una mezcla pringosa de
circunstancias, que me abate, que me destruye, que me marea como una
espiral.
- Pero, ¿qué pasó?, ¿qué ha
sucedido?.
- Verónica me botó de la casa hace
unos días. Cree que la engaño con otra mujer.
- Pero qué, ¿eso es cierto?.
- Creo que eso es lo de menos. –
tomó una bocanada de aire -. A estas alturas ya ni siquiera importa si es una
persona en si, determinada.
- No entiendo, ¿acaso le vas a poner los cuernos con un fantasma?.
En ese instante apretó los labios. Lo que dije lo puso nervioso,
sorprendido, pues como quién no quiere, había adivinado quizá exactamente lo
que estaba sucediendo.
- Créeme, - me dijo clavándome los ojos atiborrados – hay veces en que
los deberes de la nostalgia son más implacables que los de la costumbre.
Luego de eso, hablo sin parar
durante algunos minutos. Sólo me limité a escuchar aunque muchas de sus ideas
me dejaron anonadado, pero no por su contenido, sino porque salían de él, de su
ser, muy disímil al que me había obligado inconscientemente a alucinar. Ahora
sonaba más propenso, más errático, más humano. Me habló de su juventud, del
vigor que ahora ya no sentía, del trabajo, del matrimonio, de la felicidad. Del
cómo había conocido a una mujer que había llenado todas sus expectativas de
manera plena, pero que la había perdido hacía mucho y para siempre. Nunca había
podido superarlo, y ahora, al estar en los tres cuartos de su vida, dormía con
una completa desconocida, una mujer que se le había sido asignada al azar bajo
las circunstancias de una vida que era un escarnio en si misma. Una mujer que
lo repudiaba, una mujer que frustraba sus aspiraciones como escritor, que le
impedía compartir sus logros literarios porque éstos no tenían sentido. Una
mujer que lo abordó en un momento de extrema flaqueza, cuando se encontraba
moribundo y malherido, por una súbita
ausencia cuyas cicatrices no terminarían de suturar nunca. Una mujer que simplemente no era como ella,
que no era ella.
Después me habló sobre el
trabajo, ametrallándome con estas palabras:
- …… Y luego, después de tantas horas, minutos, segundos, microsegundos,
llegas a la conclusión insomne de que eres un esclavo y dejas de pensar. Pero qué,
¿esclavo de tus sueños?, ¿de tus aspiraciones?, pues no, claro que no. Esclavo
de esa irracional secuencia de imágenes, dedos índices, corbatas, apretones de
manos, sonrisas hipócritas, pantallas de computador, cafés cortados, críticas
literarias, índices de ventas, estados financieros, y entras indefectiblemente
en rigor mortis. En ese trance tu
cuerpo ya no conoce de enfermedades, calendarios, compromisos, cumpleaños,
denuncias por calumnias, injurias o difamación. Tu cuerpo se mueve por inercia,
por inadvertencia de la desgracia en que está inmerso. “Trabajas”, pero ya no
sabes ni siquiera para quién o para qué, en tu mente sólo está la cuenta del
teléfono, la matrícula escolar, las tarjetas de crédito, los compromisos con el
Club, los recibos de luz, y entre tantas obligaciones que no terminas de
razonar en porqué mierda las asumes. No, es que la fiesta debe continuar, la
máquina no puede parar, la función está por comenzar. El compartir de tus
logros ya no es la llenura de tu alma, sino que el resultado superficial de
ellos, son la materialización de tu esclavitud. No eres feliz, ¿quién lo es
después de todo?.
- Nadie en realidad…
- O dónde está por último.
- ¿Qué cosa?. ¿La felicidad?
- Exacto.
- Mmm, dicen que la única felicidad que existe es la que se comparte.
- Es irónico ahora que lo mencionas. – suspiró – Conocí a una persona
que solía decir lo mismo, así exacto como tú lo dijiste.
- Mi madre decía eso todo el tiempo.
- ¿Así?.– dijo ingenuo-. Discúlpame, pero tú no estabas muy pequeño
cuando ella…
- Si, bueno.– interrumpí-. En realidad mi papá me comentó eso sobre
ella.
- Víctor… ¿verdad?. ¿Cómo está él?.
- Ha estado mejor. Por ahora tiene un problema con la bebida.
- Bueno, creo que todos los bohemios lo tenemos. – acotó llevándose otra vez una mano hacia la frente,
frunciendo el ceño y apretando los dientes – ¡Dios, mi cabeza!.
- Eso debe doler. ¿Necesitas algo?.
- Si, creo que un par de aspirinas me serían muy útiles.
- Voy por ellas.
- ¡Espera!. – me detuvo.
Abrió el cajón derecho de su
escritorio, del cual extrajo dos tarjetas de color azul, parecían invitaciones.
- Espera muchacho, esto es para ti.
- ¿Qué es esto?.
- Bueno, el diario ha organizado una fiesta de fin de año. Y ya que
estás con nosotros un poco más de doce meses, y que este tipo de celebraciones
se te ha sido un tanto esquiva, le pedí
un par de invitaciones extras al jefe de personal.
- Vaya sorpresa. Y cuándo es esto, ¿el mismo treinta y uno?.
- Así es. Será en el Club de Golf de San Isidro y lo mejor de todo es
que podrás llevar a una pareja especial
para esa noche.
«¿Lo mejor de todo?», pensé. No sabía el problema que acababa de ocasionarme.