Sé que con anterioridad publiqué en esta columna, que entre mi padre y yo, existía un distanciamiento e incomunicación tal, cuya magnitud era equiparable al tramo que existe entre cualquier punto fijo de este país hasta la galaxia más remota del universo. Y no, no exageraba. Entre nosotros nunca acontecieron aquellas charlas nocturnas en la sala de casa, con algún etílico condicionante, sobre temas un tanto crispados, y que llamaban tontamente al pudor ahora ya perdido. Palabras como “sexo”, “drogas“ y “alcohol”, jamás escuché decir de tus labios. Siquiera sugerir la apertura de algún coloquio sobre los temas indicados era impensable. Tus ojos trémulos, tu temple ajeno, tu postura seria e imperturbable, eran evidencia suficiente de que la comunicación no era una de tus virtudes. Me frustré. E inconscientemente te juzgué también.
Por mucho tiempo viví cuestionándote en silencio, tratando de justificarte por el hecho de que tu padre se separó de ti cuando eras muy pequeño. El contexto familiar que te rodeaba era, digámoslo en una palabra: desastroso. En condiciones muy austeras creciste siendo un autodidacta. Nadie te cuido y solo te hiciste camino en la vida. La relación con tu padre – a quién no conocí –, siempre fue una cita postergada, una eventual presencia sabatina de cine o un lonche de domingo por la tarde. Nada más. En esa minucia se reduce tu experiencia en familia. Ello no fue óbice porsupuesto, para que tú mismo quieras formar tu propia familia. Esa piedra angular que forma a pulso la idiosincrasia de los integrantes de nuestra sociedad, que es un espejo a nuestros valores, el retrato de nuestros defectos. Tu madre, por extraño que suene, sólo iba a la escuela por ti dos veces al año: para matricularte, y para recoger tu libreta de notas al final del año. Nunca se preocupó por ti. No necesitaba hacerlo. Fue por eso justamente, que apenas tuvo oportunidad, te envió a Lima para realizaras tu formación universitaria. Y vaya que no la defraudaste: ingresaste con éxito a la Pontificia Universidad Católica del Perú, pero claro, eso tampoco fue suficiente. A los dos años postulaste a la Universidad Nacional de Ingeniería ingresando en tercer lugar entre cientos de estudiantes: habías encontrado tu verdadera vocación. De ahí para adelante, sólo fueron éxitos en tu vida. Tal vez en la apertura fue un tanto complicado, pero pienso que resultó hasta mejor de lo que tú mismo lo habías planeado. Matrimonio, hijos, trabajo en el banco, casa nueva, autos, los amigos, y en fin, una maraña de circunstancias fuera de todo contexto para ti. La vida que soñaste al alcance de tus manos. Es lamentable decirlo, pero algunas personas, por su propia naturaleza, poseen el inescrutable defecto de dejar de querer casi de forma inmediata, lo que siempre habían anhelado con tanta vehemencia, cuando lo obtienen. Te turbaste. Te sentiste acorralado. Los fantasmas de un pasado febril azotaban tus sueños ahora hechos realidad, y antes de perderlo todo, te aferraste a Dios. Ese Dios abstracto e incondicional. Al que muchas noches escribías plegarias de desesperación cuando yo apenas daba mis primeros pasos. Aun conservo tus manuscritos y aprendo a orar con ellos.
Sin embargo, tu temor hacia Dios acentuó tu temperamento hermético. Con el tiempo, la religión se tornó en una imposición más que en una opción para nosotros. Dios ya no era un escape sino una cárcel. Perdimos identidad. Durante mi primaria adolescencia nos distanciamos demasiado. Era como si habláramos idiomas distintos. Queríamos cosas distintas. Tú querías que la religión me criara, y yo quería a mi padre para eso. Es así, que dichas creencias evangélicas, en un inicio, no sólo sirvieron para marcar ostensibles diferencias entre nosotros, sino también con muchas personas de mi entorno. Cuando ingresé a la universidad nuestra relación ya era parte de un abismo. Con una vida social mucho más activa, propenso nocivas influencias y cambios bruscos en mi personalidad, te limitaste a verme andar a lo lejos. Sólo acudías en mi auxilio, cuando me veías tropezar al borde del camino. Nuestro vínculo llegaba a su hoyo más profundo y juntos, nos hundiríamos en un barranco de desolación.
Pero gracias a Dios el tiempo no pasa en vano. Los años no son ingratos. La vida me ha otorgado una nueva oportunidad de conocer más de ti. Ahora al verte, ya con tus ojos cansados y tus sabias canas, me doy cuenta de cuánto tiempo he perdido. Tu sonrisa a la mitad, tu caminar pausado, me hace seguirte como cuando era un niño. A tu lado, he aprendido que la diferencia de ideas y la crítica, no son motivo para el desdén, sino para fortalecer nuestras convicciones, para calibrar el conocimiento. Porque como dices, ninguna religión debe ser un dogma en la vida. Ningún pedestal soporta tanta infundia junta, tanta patraña innecesaria. Para caminar con Dios, es necesario ser libres.
Hoy, cuando te observo, pienso en mi desidia. En cuánto daría por volver a atrás. Ser denuevo ese niño que corría a tus brazos y apenas llegaba a tu cintura. Coger tu saco marrón y perderme en tus botines verdes. Hasta ahora, sólo puedo leer tus miradas. Es todo lo que tengo para descifrarte. Por mis improperios debiste haber llegado a pensar, que el ser padre, debe ser la labor más ingrata de todas. La peor pagada. Porque es algo que no se nace sabiendo, sino que se aprende al andar. Vuelvo a mirarte entonces. Debe haber alguna forma de recompensártelo. Poder retribuir toda esta pasión de una vida entera: es imposible. No existe traje tan caro, no hay joya equiparable. Tontamente pensamos en fechas: “el cumpleaños”, “el día del padre”, “navidad”, sin darnos cuenta de que esto es una cuestión de todos los días. Y sabes, cuando se trata de ti, es realmente complicado. Vienes de un hogar tan humilde que es imposible regalarte algo sabes?. Te pueden regalar una camisa Versace, Lacoste o Tommy Hilfiger, pero ¡simplemente no las usas!. Tú prefieres comprar ropa usada, andar descalzo o sin camisa en la casa. Y es que hay cosas que simplemente son así. No se explican. No tendría sentido hacerlo.
Pero esto si lo explicaré. Y lo haré por el simple hecho de aclararlo. Nunca dudé de ti. A decir verdad, siempre he pensado que eres un tipo espectacular, pero ahora, lo digo con conocimiento de causa. Porque al ver mi reflejo en tus ojos pienso: “Tengo tanta fortuna de ser parte de ti”.
CHRISTIAN DAVID FHON TRIGOSO
CHRISTIAN DAVID FHON TRIGOSO