Mis benditos genes…
Una de las primeras cosas que suelo hacer al despertar es mirarme al espejo. Me lavo, me visto, me peino, vigilo cada detalle, preparando mi cuerpo para la ceremoniosa ruleta de circunstancias que llamamos rutina. Quizá será por esa frívola vanidad inherente en la juventud – secundaria juventud en mi caso – que es casi inevitable dejar de contemplar aquellos rasgos físicos que la mayoría de nosotros solemos llamar “defectos”. La forma del rostro, la contextura del abdomen, el perfil griego, la sinuosa carretera de los dientes, suelen ser detalles que la genética amablemente se encarga de plasmar en nuestra figura generación tras generación. Para muchos sin embargo, todo esto constituye una de las más truculentas profanaciones a la estética, un fatalismo del azar, una calamidad para la belleza. No me siento ajeno, por el contrario más que involucrado, pues es frente al espejo cada mañana al verme en ese rectangular cristal, cuando refrendo mis inseguridades, mis tontos complejillos, y alguna innecesaria ínfula que nunca falta. Para los que me conocen saben que no soy un adonis, ni menos un atractivo semental, en fin, digamos que mi atractivo físico no ocupa los primeros lugares dentro de mis virtudes: las precipitaciones de mi piel, mi ceguera descomunal, la forma de mi nariz, mi tendencia a la obesidad, son evidencias claras de que no poseo los genes de un modelo de portada.
Pero lejos de estas falsas “imprecisiones” de la naturaleza, que no son más que estúpidas cuestiones superficiales, al acercarme…. al acercarme realmente, y ver más allá de mi reflejo en aquel cristal, logro poco a poco reconocerte en mi, en esas falsas “imprecisiones” que de imprecisas no tienen nada, sino que por el contrario configuran el ágape más glamoroso de tu presencia en mi. Porque así logro comprender que nunca podrás apartarte de mi ser, que jamás podré olvidarte siquiera por un minuto, pues soy de tu marca registrada y te llevaré conmigo donde vaya.
Sé que por cuestiones seculares cuelgo inconscientemente mi atención a distancias muy marcadas de tus preocupaciones, que el afán, el estrés, y aquella secuencia de imágenes que me ata a mis obligaciones profesionales, nos alejan, nos hacen hablar en idiomas distintos, o simplemente nos callan. Por eso hoy, quiero reafirmarte mis sentimientos, confesarte que tengo miedo, que estoy aterrado hasta los huesos, que cada día es una lucha por vencer, en una guerra a la cual no le termino de ver el sentido. Que antes de hundirme en el hermético claustro de mis deseos, prefiero perderme entre tus brazos, dormir con el narcótico de tus besos y sentirme protegido al comprender que después de todo lo que has vivido por nosotros, te colmas de felicidad plena y llenas tu pecho de orgullo por haber cumplido la labor más heroica de la vida: SER MADRE.
Gracias por mostrarme el significado del amor, por cuidarme desde pequeño y soportarme cada día que pasa, y sobre todo por enseñarme que no existe refugio más cálido que los abrazos de una madre. Tal vez nunca logre comprender muchas de las cosas que hiciste, sin embargo sin cuestionar cada una de tus tribulaciones me aferro a ti como tu hijo, como el que dices es tu única felicidad.
Aquí tienes mamá, más tarde que temprano, una muestra de cariño que viniendo de mí, es toda una hazaña, por lo complicado que a veces suelo ser. Sé que no es un poema como querías, pero espero que sirva de algo. Feliz día.
Una de las primeras cosas que suelo hacer al despertar es mirarme al espejo. Me lavo, me visto, me peino, vigilo cada detalle, preparando mi cuerpo para la ceremoniosa ruleta de circunstancias que llamamos rutina. Quizá será por esa frívola vanidad inherente en la juventud – secundaria juventud en mi caso – que es casi inevitable dejar de contemplar aquellos rasgos físicos que la mayoría de nosotros solemos llamar “defectos”. La forma del rostro, la contextura del abdomen, el perfil griego, la sinuosa carretera de los dientes, suelen ser detalles que la genética amablemente se encarga de plasmar en nuestra figura generación tras generación. Para muchos sin embargo, todo esto constituye una de las más truculentas profanaciones a la estética, un fatalismo del azar, una calamidad para la belleza. No me siento ajeno, por el contrario más que involucrado, pues es frente al espejo cada mañana al verme en ese rectangular cristal, cuando refrendo mis inseguridades, mis tontos complejillos, y alguna innecesaria ínfula que nunca falta. Para los que me conocen saben que no soy un adonis, ni menos un atractivo semental, en fin, digamos que mi atractivo físico no ocupa los primeros lugares dentro de mis virtudes: las precipitaciones de mi piel, mi ceguera descomunal, la forma de mi nariz, mi tendencia a la obesidad, son evidencias claras de que no poseo los genes de un modelo de portada.
Pero lejos de estas falsas “imprecisiones” de la naturaleza, que no son más que estúpidas cuestiones superficiales, al acercarme…. al acercarme realmente, y ver más allá de mi reflejo en aquel cristal, logro poco a poco reconocerte en mi, en esas falsas “imprecisiones” que de imprecisas no tienen nada, sino que por el contrario configuran el ágape más glamoroso de tu presencia en mi. Porque así logro comprender que nunca podrás apartarte de mi ser, que jamás podré olvidarte siquiera por un minuto, pues soy de tu marca registrada y te llevaré conmigo donde vaya.
Sé que por cuestiones seculares cuelgo inconscientemente mi atención a distancias muy marcadas de tus preocupaciones, que el afán, el estrés, y aquella secuencia de imágenes que me ata a mis obligaciones profesionales, nos alejan, nos hacen hablar en idiomas distintos, o simplemente nos callan. Por eso hoy, quiero reafirmarte mis sentimientos, confesarte que tengo miedo, que estoy aterrado hasta los huesos, que cada día es una lucha por vencer, en una guerra a la cual no le termino de ver el sentido. Que antes de hundirme en el hermético claustro de mis deseos, prefiero perderme entre tus brazos, dormir con el narcótico de tus besos y sentirme protegido al comprender que después de todo lo que has vivido por nosotros, te colmas de felicidad plena y llenas tu pecho de orgullo por haber cumplido la labor más heroica de la vida: SER MADRE.
Gracias por mostrarme el significado del amor, por cuidarme desde pequeño y soportarme cada día que pasa, y sobre todo por enseñarme que no existe refugio más cálido que los abrazos de una madre. Tal vez nunca logre comprender muchas de las cosas que hiciste, sin embargo sin cuestionar cada una de tus tribulaciones me aferro a ti como tu hijo, como el que dices es tu única felicidad.
Aquí tienes mamá, más tarde que temprano, una muestra de cariño que viniendo de mí, es toda una hazaña, por lo complicado que a veces suelo ser. Sé que no es un poema como querías, pero espero que sirva de algo. Feliz día.